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vivo con la sangre
la toco, la veo, la huelo
cada mes. No se equivoca
Rocío Silva Santisteban
El mundo entre los parámetros de su tristeza y su asombro es lo que se nos perfila en el último libro de Rocío Silva Santisteban, Las hijas del terror, ganador del Premio Copé de Plata de la XII Bienal de Poesía 2005 (Lima: Copé, 2007). Se trata de la segunda vez que la autora recibe esta distinción, remontándose la primera al libro Ese oficio no me gusta, aparecido en 1986. Desde entonces, hay dos temáticas que aparecen y reaparecen en su obra, el tema de la injusticia social y su énfasis en el modo en que las peculiaridades de la sociedad son vividas por las mujeres. La existencia de las diferencias se asume con convicción pues tanto por la influencia de las teorías y lecturas feministas como por la vivencia en carne propia, se reconoce la construcción cultural que se ha hecho de la diferencia sexual y que ha oprimido el cuerpo femenino, en lo más íntimo de su vivencia del placer y en lo más profundo de su pensamiento.
Quizá un momento paradigmático de la lucha entre los sexos se presenta en un contexto de guerra como el vivido por el Perú en la década del ochenta y que, en mayor o menor medida, ilustra los padecimientos sufridos por las mujeres en todo espacio de violencia. La población peruana, especialmente la indígena y campesina, vivió franqueada por dos fuegos, el de la insurgencia de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), por un lado y, por el otro, la oposición del Estado a través del cuerpo militar. En dicha coyuntura imperó la lógica del enemigo —o estás conmigo o estás en contra de mí— sin puntos medios, sin medias tintas, sin posturas al margen, miles de peruanos y peruanas fueron secuestrados, torturados, esclavizados y finalmente asesinados por uno u otro bando.
La secuela de horror no acabó con las muertes ni los llantos ni el dolor, el miedo o la orfandad que todo ello produjo. En los vientres de las mujeres se gestaba una nueva generación del terror: los hijos concebidos en las violaciones multitudinarias y sistemáticas que sufrieron miles de mujeres, imposibilitadas de poner fin a lo que para ellas era estar ya muertas en vida:
¿su nombre?, ¿para qué?
era suboficial o teniente o no sé qué
porque ordenaba, les dijo, háganlo rápido
como yo y no se ensucien demasiado
entonces pasaron uno por uno, dos, tres
no más, por favor, no, no, déjenme morir
cuatro cinco seis
ya no, Dios, ya no, ya no
siete
estaba completamente muerta, muerta, muerta,
ocho
[de «BAvioLADA»]
Rocío Silva Santisteban ha dado voz a muchas de esas experiencias que al lector le podrían parecer insoportables y que sin embargo han sido experimentadas y superadas por miles de mujeres a lo largo de la historia de la humanidad. Y sobre todo ha planteado nuevamente, aunque bajo otras formas, siempre dentro de la tradición de la poesía coloquial, la recuperación del cuerpo y del goce de la sexualidad para las mujeres. La violación es un acto que implica en todo momento una aberración por lo otro y al mismo tiempo un anhelo de eso que se degrada, la mujer no puede vivir libremente su sexualidad porque ésta es satanizada, es violentada, porque se vuelve un estigma y una carga, porque es siempre socavada por el otro, arrebatada, destruida; quizá en la proporción de su poder, surgen el miedo y su represión.
La continuidad de estas prácticas de violencia, que sólo se exacerban en épocas de guerra pero que están presentes en la vida diaria de las mujeres, nos lleva a pensar nuestro país (y este mundo) regido por la cultura de la violencia, aquella definida por Higgins y Silver por «el peligro, la frecuencia y la aceptación de la violencia sexual [que a su vez] contribuyen a formar el comportamiento y la identidad en mujeres y hombres» (1-2, traducción propia)1. La identidad de la violencia es la que permite a hombres, militares o revolucionarios, ejercer el terror a través de la sexualidad femenina. La evidencia de ello es fácilmente observada en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación2, en el cuadro de violaciones de los derechos humanos según sexo de la víctima, en los casos de reclutamiento forzado (82.92%), secuestro (75.72%), detención (82.02%), desaparición forzada (85.07%), lesiones o heridas (74.36%) y tortura (80.71) los porcentajes más altos los padecieron los hombres, en el caso de violación sexual el 97.96% fueron las mujeres las víctimas3.
Cobra mayor fuerza en este contexto, el planteamiento del cuerpo de la mujer como representación del cuerpo político. El intercambio de mujeres articula los límites de la cultura, sus fronteras, el himen de la mujer sirve como signo sexual y físico de los límites y muros de la ciudad, por ello la castidad de la mujer está rodeada de prohibiciones y precauciones. Pero la castidad femenina no es sagrada en relación con la integridad de la mujer como persona, es sagrada en relación con la violencia, porque su cuerpo sexuado es el espacio de un sistema (o varios) de diferencias culturales; el himen es por tanto el espacio de la contención y asimismo el espacio de la batalla (Klindienst)4.
¿El lugar de los traidores?
Está ahí:
antes de la primera arcada,
antes del origen
incluso –digamos– en el preciso momento
de la concepción
mezclando sus repugnantes
fluidos
para que aparezcas tú:
DESDICHADA
[de «Las hijas del terror (el sonido balbuceante de lo que recién empieza)»]
En ese panorama, sin embargo, en ese vacío, se erige el asombro, sobresale la fuerza y la fortaleza impuesta a las mujeres, viudas, huérfanas, solitarias continuadoras del terror, en pro de la vida y de aquello que es innombrable; con el sacrificio de sus propias almas, las mujeres proponen ante la muerte una nueva luz de esperanza, otra fortaleza.
No quiero morir
sólo descansar
permanecer suspendida como una nube
flotar y dormir
arder y perder la forma
como un gas evanescerme
a lo largo de un extenso territorio
fugar del cuerpo
extenderme hasta llegar al lugar del vacío
el impenetrable
la zona tarkovskyana
el castillo de naipes
No quiero morir
sólo hacerme daño un vidrio una estaca un punzón
cualquier cosa que me agreda un poco
algunos tajos cerca del talón
una gillette como un pincel
la paleta empapada de rojo
la nariz también enrojecida
endurecerme
una roca maciza
un monolito de carne
[de «Lo que no me destruye me fortalece (Nietzsche)»]
Un hilo conductor poderoso de la poesía de Rocío Silva Santisteban, como las referencias religiosas, se presenta ahora críticamente: «Se olvida a Dios en la interminable obsesión cotidiana por sobrevivir, en los semáforos, en las aceras sucias de la lluvia de anoche, cuando se aprieta el puño contra una pared, se olvida a Dios a las tres de la mañana, a punto de retomar el asco, al borde del vómito» [de «El Tabaco calma (pero no tanto)»], así como aquella voz que tomaba la palabra y enarbolaba su cuerpo hoy se planta igualmente desde la legítima y válida explicación de sí misma, de su ser, su padecer, del cuerpo y deseo femenino:
Una mujer con un polo negro
sobre un hombre con un polo lacre
moviéndose y gozando. Podría
congelar esa imagen, detenerla, ponerla en secuencia al infinito
y seguir disfrutando de su contemplación o su recuerdo.
No importa que la Tierra no deje rastros de su locura
azul sobre el planeta rojo
el peligro de colisión fue parte de lo excitante
y hoy cada cual anda por el tiempo
dentro de su propia órbita
Gozar y moverse, gozar y moverse, gozar
y moverse: a eso debería estar resumida
la historia de la eternidad.
[de «Confesiones a un ingeniero mecánico»]
Sin descuidar el sarcasmo y los múltiples recursos literarios (y musicales) que Rocío Silva Santisteban presentó desde sus primeros libros, Las hijas del terror es la batalla entre el ser y el no ser, dilemas que se discuten en las distintas voces y perspectivas adoptadas por el yo lírico, ante el otro y ante uno. Una poesía no complaciente ni idílica que plasma en más de un sentido los padecimientos de hombres y mujeres, de los cuales nos queda el asombro pero acaso también el terror.
1 Higgins, Lynn A. and Brenda R. Silver, ed. Rape and representation. New York: Columbia University Press, 1991.
2 La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) es aquella encargada de investigar y hacer pública la verdad sobre los veinte años de violencia de origen político iniciados en el Perú en 1980.
3 Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima: Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2004.
4 Klindienst Joplin, Patricia. «The voice of the shuttle is ours». Higgins and Silver 35-64.
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© 2008, Bethsabé Huamán Andía
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Huamán Andía, Bethsabé: «Las hijas del Perú» , en Ciberayllu [en línea]