* Este texto sobre Arguedas circuló previamente en Martin, Revista de artes y letras de la Universidad San Martín de Porres, año IV, número 10-11, Lima, noviembre 2004 (141-143).
Debe haber sido en el verano de 1967 o 1968 cuando logré invitar a José María Arguedas a la casa de playa de San Bartolo que mi padre Luis y su esposa Rita rentaban para el placer de todos nosotros hijos, hijastros y amigos que siempre llenaban cualquier casa que mi padre tocara con sus generosas manos lígures. Arguedas llegó con Sybila, creo que en carro que ella misma manejó, y se instaló en el patio asoleado, bajo una sombrilla protectora y discreta, atendido por la excesiva hospitalidad que Rita solía dispensar a cuanta persona entrara a la casa. Tenía yo veintiocho o veintinueve años, un doctorado en etnología recientemente logrado y una admiración respetuosa y un tanto atemorizada de esta persona menuda, de ojos claros, de facciones que hubieran podido ser de algún pariente lejano de Génova o Turín. En 1965, Arguedas había estado unos pocos días en Génova invitado a un congreso de escritores. Creo recordar que yo había usado esa excusa para convencerlo de que pasara un día en la playa con nosotros y remembrara, distrayéndose, los recuerdos de su viaje a Italia, a la tierra de mi padre y de Rita, entre unos vinos y unas pastas muy genovesas de «pesto» y recuerdos que aparecían siempre como por milagro en la mesa de nuestra casa.
En mi escasa década de vida en Perú —había yo llegado de Italia, después de tres días de avión turbohélice sobre el Atlántico y las Américas, al aeropuerto de Talara a fines de 1956— José María Arguedas y yo habíamos coincidido en varias y poco predecibles ocasiones. Quizás en Génova en 1965, en una de esas ‘sincronías’ de las que habla Carl Gustav Jung, él buscando a escritores que entendieran su pasión andina, yo en el intento reiterado cada cierto tiempo de cercenar mis nostalgias y sepultar en el olvido las tierras de mis infancias. Después, a través de maestros comunes cuando en las clases magistrales de Jorge Muelle y Jean Vellard, a pocos años de distancia uno de otro, escuchamos parecidas invocaciones a la inteligencia, sensibilidad y apertura mental —y emocional— para con los pueblos originarios de América. O tal vez cuando el maestro Jorge Puccinelli, Decano de Filosofía y Letras de la Universidad de San Marcos, en algún momento le comentara a Arguedas que el Departamento de Antropología de San Marcos se hubiera podido beneficiar con el joven Varese, tan metido en esas cosas exóticas de la selva amazónica y tan poco apreciado por el jefe, José Matos Mar, por sus innegables vínculos con la Universidad Católica y su muy conservador director de tesis el «pied noir» argelino Jean A. Vellard. Algo debió funcionar, porque en 1967 ingresé como profesor asistente al Departamento de Antropología en San Marcos y, el mismo año, Arguedas me invitó a dar unas clases sobre la Amazonía en el Departamento de Sociología que él dirigía en la Universidad Agraria de La Molina.
De José María Arguedas en San Marcos, tengo recuerdos fragmentarios y calurosísimos. Aparecía en las reuniones de un departamento de antropología en el que yo y otros profesores jóvenes no nos sentíamos muy bien recibidos, infundiéndonos, con su timidez e inseguridad, toda esa fuerza que él parecía no tener y que nos dispensaba a su pesar. Recuerdo un día, quizás un año antes de su muerte, en el que de repente, sin aviso alguno, al comenzar la reunión formal del departamento, Arguedas se lanzó a hablar en quechua a todos los miembros del departamento. Algunos de nosotros —yo y Alejandro Ortiz Rescaniere, creo— nos quedamos honrada y discretamente callados dando la ilusión de que algo entendíamos. Después de tres años de clases con el maestro Teodoro Meneses, yo algo debía de comprender. El silencio más ambiguo y mortificante provino de los profesores quechua hablantes que se negaban, y negarían por mucho tiempo, a reconocer su condición de andinos quechuas. Fue en esa ocasión que la conversación en quechua entre José María Arguedas, Luis Lumbreras y Rodrigo Montoya marcaron en mi mente el comienzo de una amistad respetuosa de estos dos jóvenes colegas con quien pocos meses después daríamos un «coup d’état» en el departamento. Bajo el empuje de los estudiantes se formó el triunvirato Lumbreras-Montoya-Varese, que administró académicamente el departamento hasta su reorganización. Por años, este acto de rebeldía juvenil, implícitamente aprobado sino estimulado por Arguedas, nos costó a los tres la abierta hostilidad de José Matos Mar y por extensión de John V. Murra. Recuerdo que varios años después, ya en México, Murra me agredió de palabras por ese acto de insubordinación ante la autoridad intelectual y profesional de los maestros de la antropología peruana. Extrañamente, no le había quedado claro a Murra que esos eran los meses y años del movimiento estudiantil y obrero de Paris (1968), la masacre de estudiantes mexicanos en Tlatelolco (1968), el movimiento estudiantil de Berkeley, contra la guerra de Viet Nam, en los Estados Unidos y el movimiento de los derechos civiles de negros, indios y chicanos, y obviamente la joven Revolución Cubana. No pasaban impunemente por las mentes y los corazones de los estudiantes de San Marcos las muertes, sufrimientos y contradicciones morales y políticas que de alguna manera permitían sus años de ciertos privilegios y de estudio.
La verdad es que, aun en el trato ocasional que teníamos en San Marcos y en La Molina, me encariñé con Arguedas. Intuí que fue él quien entendió la importancia del estudio de los pueblos indígenas de la Amazonía y ayudó a abrir un área de estudios amazónicos tanto en San Marcos como en La Molina. No sé si tuvo alguna influencia en la decisión del Decano de Filosofía y Letras Jorge Puccinelli de apoyar, en 1967, la creación del Centro de Investigaciones de Selva en el «Instituto Raúl Porras Barrenechea» de San Marcos. Creo saber, sin embargo, que el antropólogo quechua hablante Mario Vásquez consultó con Arguedas sobre mis trabajos en la selva y fue precisamente en el Centro de Investigaciones de la Selva donde Mario Vásquez y Carlos Delgado fueron a buscarme, después de octubre de 1968, para proponerme trabajar en las reformas agrarias, territoriales y sociales que postulaba la revolución velasquista para la selva amazónica. No consulté con Arguedas este ofrecimiento un tanto arriesgado por parte de una «revolución» que parecía, y no, espuria y socialista. Acepté el nombramiento. Ni siquiera recuerdo bien si llegué a conversar largamente con él durante este primer año del velasquismo y menos si él hubiese aprobado esta decisión mía. Entre 1967 y 1969 trabajé con mi amigo Alberto Chirif en la producción de un disco de música aguaruna y campa asháninka. En algún momento, José María Arguedas nos presentó a su amigo el musicólogo Josafat Roel quien ofreció escribir «Algunas Anotaciones sobre la Música» aguaruna y asháninka del disco. El disco fue publicado finalmente, poco antes de la muerte de José María Arguedas, bajo el sello de la Casa de la Cultura y el Centro de Investigaciones de Selva del Instituto Raúl Porras Barrenechea de San Marcos.
Han pasado 38 años desde que vi a José María Arguedas. Su muerte me enfadó muchísimo, como me enfadaron después otras muertes por suicidio, la de Mario Vásquez con quien me unía la ilusión por la revolución velasquista, la ambigua muerte autoinfligida de mi querido colega y más que amigo, Guillermo Bonfil Batalla, el mexicano que me abriera las puertas de su país «profundo» y la última penosísima muerte del novelista indio Louis Owen, colega en mi departamento de la universidad de California de Davis. A todos los enfados siguió el duelo dolorido y la nostalgia y la conciencia de la ausencia y la soledad y el retorno limpio de los recuerdos. Pocos instantes de cercanía reencontrada y celebrada en la intimidad de una memoria incierta.