Saúl Peña: Psicoanálisis de la corrupción
Ediciones Peisa, Lima, 2003.
Ingrid Betancourt —liberada hace pocos meses tras casi siete años de cautiverio en la selva colombiana como rehén de las FARC— acompañando el pasado 9 de diciembre en el avión procedente de Bogotá con destino a Paris al ex guerrillero Wilson Bueno, Alias Isaza, a quien Francia ha otorgado el asilo político por haber permitido la liberación de Oscar Tulio Lizcano, ex parlamentario secuestrado por las FARC ocho años atrás, sentada a su lado y conversando con él: no encuentro mejor imagen para ilustrar «La complacencia recíproca entre victimario y víctima que entraña el peligro de transformar al primero en héroe», a la que se refiere Saúl Peña en su libro Psicoanálisis de la corrupción (Ed. Peisa, Lima 2003).
La imagen, antecedida por la de los presidentes Uribe y Sarkozy poniéndose de acuerdo sobre la posibilidad de acoger como asilados políticos en Francia a los miembros arrepentidos de las FARC, puede parecer insólita, y sin embargo constituye probablemente uno de los mejores ejemplos de ese «abordaje complaciente por el que nos dejamos atrapar y domesticar» y que no puede sino «producir una catástrofe que nos inmovilizará, condenándonos a transmitir a nuestra descendencia una historia no metabolizable», como escribe lúcidamente el psicoanalista peruano.
Ello nos interpela ciertamente sobre esa relación extraña que tiende a establecerse entre víctimas y victimarios, gobernantes corruptos y ciudadanos honestos. Una relación que constituye el núcleo central de la reflexión de Saúl Peña en su libro, con los problemas afines de la agresividad y de la ética en su dimensión consciente e inconsciente, individual y colectiva, afectiva e histórica.
Ningún suceso es totalmente neutral, todos dejan huellas más o menos profundas en nuestro inconsciente, heridas afectivas, lesiones emocionales, traumas psíquicos, imposibles de erradicar. Es el caso de los regímenes dictatoriales de Fujimori y de su asesor Montesinos que el psicoanalista va desmenuzando, analizando e interpretando en el marco de la milenaria y emblemática lucha entre Eros y Tánatos, entre los instintos de vida —sexuales, eróticos y libidinales— placenteros y constructivos y los instintos de muerte, agresivos y destructivos, para llegar a la conclusión de que ya es tiempo que la ética vuelva a ser «un componente fundamental en el desempeño político y en el ejercicio del poder».
Situándose en una perspectiva humanista y democrática, Saúl Peña señala con razón que «[la] política tendría que tratar de armonizar las necesidades psíquicas de los ciudadanos con la organización de la sociedad». Pues «la mejor comprensión de la naturaleza humana, de sus motivaciones y la aceptación de que existen procesos mentales inconscientes que se manifiestan en la vida cotidiana, sería un aporte al estudio del pensamiento político» y seguramente un avance considerable, agrego yo, en la rehabilitación del hecho político, frente a la omnipotencia del hecho económico.
Tras sentar sólidamente las bases del psicoanálisis como método de interpretación de las conductas y de las prácticas políticas, Saúl Peña se pregunta sobre los móviles, los conflictos, los deseos, y las creencias latentes —o sea el imaginario— que determinan la visión que tienen los ciudadanos de los políticos : «Es en este sentido que el psicoanálisis, como teoría de la interpretación del inconsciente, y de su técnica de análisis, permitiría una comprensión más profunda de los deseos no manifiestos pero sí decisivos en la toma de decisiones».
La superación de los traumas históricos y afectivos: el del engaño de Pizarro a Atahualpa y de la experiencia violatoria de la Inquisición con sus consecuentes conflictos étnicos y culturales, es posible. Existe la posibilidad de una «perspectiva restitutiva, reparativa y creativa», según dice, «si es que somos capaces de hacer conciencia de nuestro inconsciente histórico, y si somos capaces de integrar los aspectos disociados y escindidos del ser peruano» tanto en su dimensión individual como colectiva.
Al mismo tiempo que reflexiona sobre las malas maneras, la corrupción y la violencia del primer gobierno de Alan García (1985-2000) y luego de Fujimori (1990 –2000), con los nuevos traumas provocados por el desencadenamiento de la violencia y de la contraviolencia orquestada por Sendero Luminoso, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y las Fuerzas Armadas, Saúl Peña considera que la agresión y la violencia no son una fatalidad porque no son en esencia valencias negativas. Al contrario, son fuerzas potencialmente vitales si se las canaliza creativamente sublimándolas, o libidinándolas, mediante el trabajo, el arte y la creación en general, y si se las ubica en el marco de una ética política no talionista sino humanista, estableciendo reglas que no condenen al ser humano, sino que lo orienten en su conducta.
«El horror —escribe Saúl Peña— engendra una realidad que no se quiere saber y no se puede creer. Produce una sordera activa. La impotencia de actuar frente al horror, paraliza. La ruptura que causan la corrupción y la tortura puede desembocar en un trauma psíquico vital y llevar al individuo a construir nuevas referencias identificatorias con el agresor. En tal caso, el tiempo interior queda cautivo de un pasado que impide al individuo proseguir el movimiento infinito propio del ser vivo. Lo que está afectado no es sólo lo psíquico, también quedan afectadas las garantías metapsíquicas que puedan asegurar su saludable funcionamiento. La violencia de la ley perversa de un sistema dictatorial hiere tanto el cuerpo y el alma del individuo, como su sentimiento de pertenencia a la especie humana».
Saúl Peña tiene toda la razón al afirmar que «El traumatismo histórico, la cultura del crimen, la tortura y la corrupción dan lugar a una patología del lazo social», antes de sentenciar que «[es] obligación nuestra hacer escuchar a la sociedad y a la humanidad lo que ella no está dispuesta a escuchar y no quiere creer».
No solo comparto estas palabras generosas, sino que las saludo como fundamento de una ética a la cual todo ser humano debería suscribir.
Por ello, para que —a imagen y semejanza del autor de Psicoanálisis de la corrupción— nos volvamos menos talionistas y más humanos, más libres y democráticos, recomiendo la lectura de este saludable libro de Saúl Peña que debería constituir el libro de cabecera de todo político. Un libro que, parafraseando al propio autor, nace de una cópula placentera entre la ciencia y sabiduría de lo universal, y la realidad histórica y psíquica de los peruanos.