Me siento sumamente feliz de estar aquí esta noche, no sólo por el motivo de la invitación a participar en estas «conversaciones peruanas» en Francia, sino porque me reencuentro con varios amigos. Amigos de muchos años atrás como es el caso del nuevo embajador Harry Belevan, promotor de estas actividades culturales, con quien establecí una relación de fraterna amistad hace más de treinta años, cuando en la década de los años 80, joven investigador universitario, decidí preparar una especie de enciclopedia de la palabra viva de los más destacados escritores peruanos de la época: poetas, narradores y dramaturgos1. De ellos formaba parte el joven Belevan que recién acababa de publicar su primera novela La piedra en el agua (1977), tras haber publicado algunos años antes en 1975 su libro de cuentos Escuchando tras la puerta. Harry sería uno de mis primeros entrevistados para el proyectado libro.
Antiguo y fraterno amigo también el prestigioso poeta Manuel Pantigoso Pecero, con quien comparto desde siempre un amor desmesurado y una pasión desenfrenada por el Perú, sus artes, sus culturas, sus civilizaciones, y sus literaturas, y sobre todo sus habitantes, creadores a su manera de un conjunto humano variopinto, cosmopolita y único a la vez, cambiante e irrepetible.
Amor desmesurado y pasión desenfrenada, sí, pero tan bellos, tan sensibles, tan humanos y divinos a la vez, como atestigua el magnífico libro Pantigoso fundador de los independientes2, sobre el cual tengo la alegría y la felicidad de decirles estas palabras de presentación.
Digo alegría y felicidad pues estoy convencido de que nadie más que un hijo poeta, cuya delicada sensibilidad se inscribe a la vez en la gran tradición de la poesía mística española y en la tradición onírica y maravillosa de las tierras americanas, en ese realismo mágico tan caro a Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez, Guimaraes Rosas o Alejo Carpentier —y tambén a Harry Belevan— pudo llevar a cabo tamaña hazaña de reunir una obra pictórica tan monumental, tan rica como variada, una obra enraizada en lo nacional pero que tiende hacia lo universal, como es la de don Manuel Domingo Pantigoso, el fundador del movimiento «los independientes» en el Perú, una obra que ha sabido convertir la tradición en modernidad en un vasto movimiento hacia la plenitud del género humano y que ilustra a las mil maravillas el pensamiento de André Malraux del arte visto como anti destino.
Sí, Manuel, tienes razón de creer, como te he escuchado decir recientemente en Lima, que esta belleza pura y sublime que ilustra la carátula del libro que dedicas a tu padre y que he escogido también para la carátula de mi libro Cantar del golondrino3, esa belleza pura y sublime, digo, que tu padre pintó en 1990 en ese sugerente óleo titulado «Agitación de la belleza» y ofreciéndonos el espectáculo de un ballet misterioso y sensual en un concierto mágico de luces, colores y movimientos, es Aurorita, aquella muchacha que sigue haciendo soñar al amauta Leoncio Bueno de 87 años en su Tablada de Lurín. Pero es también Laura quien una noche de setiembre de no sé qué año, porque esa noche se ha hecho eterna para mí, me ofreció en La Casona Hostal de mi amigo Miguel Burga, en pleno centro de Lima, la «consagración de la primavera» que desgranaba un viejo tocadiscos que fue sin duda el sésamo que me abrió las puertas de la memoria para escribir el Libro de los manantiales.4 Un libro del cual tú me dijiste un día que debía formar parte de los libros sagrados de nuestra biblioteca, al igual que la Biblia y, tal vez también, te respondí yo entonces al igual que el Kama sutra, porque es el libro de la Vida y del Amor en su plenitud, de Apolo y Baco reunidos.
Lo mismo diría yo ahora de tu hermoso libro Pantigoso fundador de los independientes. Pues es éste, sobre todo y ante todo, una invitación a la fiesta de la vida plena de los cinco sentidos, de la carne y del espíritu reunidos, la vida material y espiritual de los seres humanos que como Sísifo rodando eternamente su roca hacia la cima de la montaña, saben encontrar la felicidad en el cumplimiento de un gesto que justifica su existencia, hasta más allá del absurdo, como afirmaba Camus.
Sí, lo digo, con sus casi treinta y dos mil cuadros —según cálculo del hijo—, óleos, acuarelas, carboncillos y dibujos, la obra artística de Manuel Domingo Pantigoso fue un eterno reempezar, en la medida en que cada trazo de lápiz, cada pincelada, significaba la búsqueda de lo absoluto, una voluntad de recrear el mundo, no a imagen y semejanza del demiurgo original, en ese illo tempore al que se refiere Eliade, sino a imagen y semejanza del artista moderno que ha logrado convertir en él su utopía en realidad, como fue el caso de tantos artistas pintores, empezando por Paul Gauguin y Vincent Van Gogh, esos maestros de las formas y de los colores, con quienes Manuel Domingo Pantigoso tiene ciertamente no pocas similitudes.
En este momento, me vienen a la memoria, por ejemplo, varias obras de Manuel Domingo Pantigoso, que me rememoran insistentemente algunos de los mejores cuadros de Paul Gauguin pintados en Tahití y en las Islas Marquesas, como el Pape Moe, Manao Tupapau, o ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? con sus interrogantes sobre la vida, la muerte, el infierno y el paraíso en su doble vertiente cultural: occidental y aborigen. Éste es el caso del óleo «Arequipa» de 1935, del tríptico sobre la «Selva» de 1949 o de «Sara Hatum» de 1949 que nos ofrecen probablemente unos de los mejores ejemplos de la relación estrecha y afectiva que el hombre primitivo mantiene con la naturaleza, esa reciprocidad de influencias destacada por Claude Leví Strauss en sus estudios antropológicos sobre el Pensamiento salvaje.
«Sara Hatum» representa una mujer desnuda de formas generosas con mazorcas de maíz y cántaros de chicha, productos de la tierra nativa arequipeña, destacándose de un telón de fondo donde se yergue majestuoso el imponente Misti. «Sobre su cabeza —comenta con agudeza Manuel Pantigoso, el hijo poeta—, los choclos caen como una corona de estrellas. La propuesta mítica contiene también al Misti con una gama de azules que llega hasta su cumbre rodeada por una nube celeste. Todo expresa identidad y vitalidad, en ascenso, de las fuerzas materiales y espirituales; pero también muestra la sensualidad de la naturaleza de donde la belleza proviene. La escena o gradación de los colores armónicos invitan más bien a la placidez y al ensimismamiento». Como Gauguin, en la perfección de las líneas, la amplitud de las formas y de los movimientos, el brillo de los colores, el artista pinta el alma del paisaje unida al alma del ser humano.
Una simple mirada a las secciones del libro que componen el universo pictórico de Manuel Domingo Pantigoso donde se agrupan las obras, nos permite captar de inmediato el carácter autóctono y universal a la vez de este maestro que supo conciliar maravillosamente en sus cuadros, óleos, acuarelas, carboncillos y dibujos, tradición, modernidad, y el vanguardismo del ultraorbicismo con sus acentos humanos y metafísicos, sus interrogantes y sus utopías, en un estilo propio, original, inconfundible.
En un momento en que, a diferencia del indio, el negro se veía totalmente ignorado, cuando no despreciado, en un país donde la pelea entre hispanismo e indigenismo no terminaba de dividir a los artistas e intelectuales, y sólo se reconocía la escisión entre lo blanco y lo indio, la cultura occidental y la cultura quechua, Manuel Domingo Pantigoso nos recuerda oportunamente que el negro, y las culturas africanas, totalmente marginadas en el seno de la sociedad peruana desde siempre, también tienen derecho a reivindicar su pertenencia a la «nación peruana» en formación, tan legítimamente como lo blanco y lo indio.
¿Qué mejor y más sentido homenaje se le puede rendir a la «raza negra» que ese hermoso óleo «Maternidad» de 1947 que representa a una mujer morena que emerge de un fondo verde-oscuro teniendo en sus brazos, como símbolo de permanencia y de futuro, a un niño en reposo envuelto en un amarillo que lo ilumina como el sol del alba que anuncia un día nuevo? O ese otro de 1950 titulado «Malambo» que representa a un hombre moreno y dos mulatas con ojos «de perla marina en !vela» bailando en un ambiente sensual y lascivo dejándonos entrever los colores claro-oscuros el ritmo frenético de la música y de la danza en la fiesta orgiástica de la vida de la que forma parte también el trabajo, «algazara del amor que todo lo multiplica», valor supremo de las antiguas culturas americanas y africanas.
Invitación a la vida es ciertamente la pintura de don Manuel Domingo Pantigoso. También es el caso de los finos comentarios del hijo poeta, cuyo libro concebido como un poema mayor, que abarca la totalidad de la vida y de la obra del padre artista, da cuenta de la existencia en su continuidad y en su permanencia, en su cotidianeidad y en su trascendencia, y deja así el espacio de lo profano para entrar en el espacio de lo sagrado. Estamos mirando y escuchando subyugados una orquesta sinfónica con sus instrumentos musicales de América, de Europa, de África y del resto del mundo que nos trasmiten la voz de los aukis lejanos, de Yemayá, de Changó y de los orishás africanos, del Sol y la Luna, de la Vía Láctea y del Camino de Santiago, de los vastos espacios siderales.
Cada sección empieza con un hermoso y sugerente poema que da cuenta cabal de las obras del padre incluidas en ella merced al esplendor de las imágenes, al ritmo y musicalidad de los versos que hacen del texto una verdadera joya poética.
Como muestra de lo que digo, me contentaré con citar el poema que encabeza la primera sección, «La danza», en el que luces, colores y movimientos se reúnen latiendo al compás del secreto pulso del universo en la gran fiesta de la vida. Así va destacando el poeta la relación dinámica y vital del hombre andino con la naturaleza madre y protectora y, más allá de ella, la fusión armoniosa entre el hombre y el cosmos que se da en la infinitud del tiempo y del espacio:
Al ritmo del pincel y sus abismos
danzan por la pampa
todo gira y gira
todo se revuelve
el cielo y la tierra se eternizan.
desde su espuma y su brisa desnuda
la armonía musical está en el azul
limpio de soles fulgurantes
sayas ponchos alas
arcoiris y pañuelos blancos
Kasarasini trenzando con bombos
quenas y wifalas
por los espacios amarillos verdes
los danzantes van
en el ondular del cosmos en su mágica luz
en la policromía de la tela
el rojo ritual de los ancestros danza
y danza suspendido de la dicha
como volando
es la coregrafía de un tiempo nupcial
despojado de sombras
la poesía del color que esconde
la clave del sol entre las nubes
es el kacharpari los ayarachis y la flor
morada del panti-panti allá en los cerros
es la despedida
retumbando hasta el silencio
(p.124)
De las sinestésicas y plásticas imágenes del «ritmo» que sale del «pincel y sus abismos», y de la «coreografía de un tiempo nupcial», surge la noción de armonía entre todos los componentes del universo.
Al final lo que se impone es «la soledad cósmica», la sagrada soledad del hombre andino —y del propio poeta familiarmente llamado «Panti» y su paleta que se confunde con la flor morada de los cerros—, tan celebrada en su narrativa y en su poesía por José María Arguedas con quien, como demuestran meridianamente las otras secciones del libro, Manuel Domingo Pantigoso comparte la inquietud de reunir todas las gentes del Perú en un conjunto único y universal donde «todas las sangres» —título de uno de sus cuadros y de la más ambiciosa novela de Arguedas— y «todos los cristales» del poeta entrarían en estrecha simbiosis. Esto es lo que resume admirablemente el hijo poeta recurriendo a la silvestre y nacional imagen de la «cantuta», metáfora de la mujer, que se confunde con el «barro fundador». El barro hecho de la arcilla creadora del hombre andino tan bellamente cantada por César Vallejo —«Dulce hebrea, desclava mi tránsito de arcilla»—, por Pablo Neruda y Martín Adán en su himno a Machu Picchu, «ópera de la nada profunda» en la fulgurante visión-percepción del hijo poeta, y del agua fundadora del hombre de la Costa:
cantuta del ande y de la costa
del húmedo temblor de la floresta
todo unido en la belleza del barro
sobre tus propios confines
te dejas besar bajo la sombra de mi árbol
(p.152)
De ahora en adelante, gracias a este libro, padre e hijo, pintura y poesía están reunidos por el vínculo sagrado de la carne y del espíritu que, más allá de las contingencias de la vida da un sentido a su existencia, convirtiendo el sueño en realidad. Aquí alcanza su exacta dimensión el pensamiento de André Malraux, quien veía en el arte la única manera de prolongar la vida más allá de la muerte, de conciliar la grandeza y la tragedia de la condición humana:
Sideral se abre
la vorágine de la tela
(la sonrisa se desnuda con el cielo)
sus grandes geometrías sobre las aguas
sobre la línea y sus azules
el agua y el cosmos
en espirales
y el oído que habla por los ojos.
Ahora el allá
es el acá
(p.261)
El acá y el allá de Manuel Pantigoso no son simples ubicaciones espaciales, sino y sobre todo metafísicas. La transmutación de los espacios significa también el fin de las dicotomías y la reversibilidad del bien y del mal porque nos movemos en el campo del arte y de la creación hecho realidad.
Por ello a los futuros lectores, admiradores y voyeurs, atentos a la música interior del arte y de la vida, que saben como yo que la creación artística y literaria responde a una ética sui generis que nada tiene que ver con la moral social, les digo: no se pregunten si está bien o está mal, díganse simplemente que aquello es bello y bastará para hacerles felices.
Pues este hermoso libro pulcramente diagramado, amorosamente comentado, un libro que nos ofrece impecables reproducciones desperdigadas en distintos lugares del mundo pero cuya mayoría constituyen un invalorable fondo familiar celosamente preservado por el hijo poeta, un verdadero tesoro artístico para el Perú, no está destinado a ocupar un estante más en una biblioteca, sino a pasar de mano en mano, de mirada en mirada, de conciencia en conciencia, para dar vida al arte y a la poesía. Vale decir para dar vida a aquello que constituye la propia esencia de nuestra existencia. Pues, no lo olvidemos: en el comienzo fue el Verbo y el Verbo es Dios, como dijo Víctor Hugo. Con una inquebrantable fe en el porvenir que fue también la del pintor, el poeta profetiza:
ya vendrá la mañana ya vendrá
su leve trazo
o lirio de papel donde plasmar
inviolada
su claridad de cántaro
(p.288)
Porque la mañana es la Esperanza, la Utopía, aquello que nos permite vivir nuestra desdicha y nuestra dicha de seres humanos condenados, más allá de la muerte, a la inmortalidad de la especie y del arte. Pues si a veces «poesía no dice nada/ poesía se está callada», poesía es también:
Dar forma a lo infinito,
Dar la hora al tiempo y al grito.
Y por debajo
Irse con el gordo río
A no sé donde,
Acaso al principio,
como dijera tan bella y paradójicamente el enigmático Martin Adán, el creador de los inmortales versos de La mano desasida y de La piedra absoluta.
Para concluir quisiera saludar con motivo de esta presentación la publicación de los 15 poemas que encabezan las secciones en un libro aparte y en edición bilingüe: español-francés5. Un libro que permitirá a un número mayor de lectores acercarse a la poesía de Manuel Pantigoso, «escrita con mano de ensueño», como la califica acertadamente el poeta yatiri aymara José Luis Ayala, y reencontrarse con la obra pictórica del padre Manuel Domingo Pantigoso.
Así se verá que los vínculos familiares, los de la carne y del espíritu, donde se funden pintura y poesía, son secretos y misteriosos vínculos que se remontan a los orígenes de la especie humana y sientan el arte y el ser como una totalidad sagrada y profana a la vez. Pues, como poetizó Vallejo, tras haber elevado al hombre al rango de dios en Los heraldos negros6, en sus magníficos versos de «Telúrica y magnética», como para celebrar el aliento terrenal y metafísico de la pintura de su amigo Pantigoso:
¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo.
y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!
Esto es lo que con certera intuición de artista, ubicándose en el espacio ultraórbico del padre, ha sabido destacar y celebrar Manuel Pantigoso con admirable precisión, delicadeza y finura. «En estos textos la palabra y la pintura se dan la mano. En ellos todo aparece como es, pero a través de un mágico calidoscopio, de un prisma que permite reconocernos como auténticos seres humanos con derecho a saber, entre otras cosas, que la alta poesía se escribe también de esta manera». Suscribo totalmente estas palabras justas de José Luis Ayala, estampadas en la contracarátula del libro.
* * *
Notas
* Leído en la presentación del libro en la Embajada del Perú en Paris,el lunes 12 de noviembre del 2007
1 La coleccción fue publicada por Editorial Studium de Lima, 1988, con el título genérico de Palabra Viva: Tomo I: hablan los narradores. Tomo II: hablan los poetas.Tomo III: hablan los dramaturgos. Y sería completada por la salida en 1991 del Cuarto tomo: Las poetas se desnudan.. Ed. El Quijote.
2 Manuel Pantigoso. Pantigoso fundador de los independientes. Ediciones IKONOS.S.A, Lima 2007., 480 p.
3 Roland Forgues. Cantar del Golondrino, Testimonio de vida. Editorial San Marcos. Lima, 2007.
4 Roland Forgues. Libro de los manantiales. Diario de viaje de los Pirineos a los Andes. Editorial San Marcos, Lima 2006.
5 Manuel Pantigoso. En clé de sol de la couleur / En llave de sol del color. Ediciones IKONOS.S.A, Lima 2007, 72 p.
6 Véase. Roland Forgues. Vallejo, dar forma a su destino. Editorial Minerva, Lima 1999.