Notas
1 Debord, Guy. La sociedad del espectáculo, Castellote Ed. Madrid, 1976. p.11.
Comentario | |
Fenomenología del absurdo: el gesto bufo, entre la risa y el vacío existencialRafael Ojeda |
Tal vez tras la retórica de la modernidad se esconden estados psicopático que exhiben el humor de una sociedad neurótica, agobiada por una sordidez extremista, en la que lo neutro pierde significación y se desestructura, para reubicarse en un punto medio, caracterizado por la indeterminación y el olvido; mientras lo diametralmente distintivo —atrapado en estereotipos que regulan lo que Guy Debord ha llamado sociedad del espectáculo— es exacerbado, anulando las medianías, tras el gesto exhibicionista, la parodia performática o la acción bufa, donde los extremos visibles terminan polarizados entre el acto genial y el remedo más estúpido.
Entre estos márgenes se ubican los ojos vigilantes, atentos e insomnes, pero no los de la mirada del «gran hermano» de las pesadillas «anticipatorias» que sobrecogieran a George Orwell; ni la del observador del panóptico de Bentham, que cautivaría a Michel Foucault como visiones que abarcarían, por sus visos totalitarios, otras dimensiones del teatro de lo social, sino la mirada alerta pero oculta de esas grandes mayorías silenciosas de Riesman, como masas sacrificadas en el escenario de la vida cotidiana, como multitudes subsumidas ante la fascinación de la caja televisiva o expectantes ante la magia cruda del rectángulo cinematográfico, en su papel de cómplices de su oscura condición de observadores de aquella gran farsa del mundo, o como un agudo observador de las sombras, en el mito de la caverna platónica.
Mas, allí, el fraccionamiento u oposición Masa y Héroe —donde la noción de héroe también podría contener a su equivalente negativo, en su carácter de excepcionalidad—, tiende a definir ese matiz de estupefacción de lo contemporáneo, ante el carisma subyugador, teorizado por Max Weber, que explica los paradigmas nuevos y a la vez anacrónicos, como modos de representación, o posibilidades de agenciamiento, en un paraíso de lo irracional, caótico y absurdo, con liderazgos extremistas impuestos por el gobierno de los mass media, y evaluados por la ratio de la visibilidad, donde la idea de masa es asociada a lo vulgar, en tanto la idea de poder, encarnado en lo que nos interesa como liderazgo, se coliga a lo sublime en la noción de providencia o nobleza.
En la representación mediática, el sujeto suele somatizar, progresivamente, su condición de mercancía, de producto de consumo o icono del espectáculo, desubjetivándose en algo diferente a él mismo. Para Debord, «[el] espectáculo somete a los hombres vivos en la medida en que la economía los ha sometido totalmente antes»1. Allí el espectáculo viene a ser la economía desarrollándose para sí misma, como fiel reflejo de la producción de objetos y la objetuación infiel de los productores. Además de la cosificación de consumidores, reducidos a un cúmulo de cifras, como una relación que implica su real valor social.
El teatro contemporáneo suele presentar también algunas de estas situaciones. Allí los actores suelen ser polifuncionales, evidenciando a la vez todos los estados emocionales y grados de dolor y euforia presentes en la vida, pero dentro de los márgenes de la representación. Donde el trabajo orgánico y el despliegue biomecánico de las teorías de Meyerhold, del teatro danza, el teatro acrobático, o lo que pudo surgir a partir de las teorías de Piscator, Grotowski, Stanislavski o Brecht —por ejemplo—, o lo que los implicados en el Actors studio, siguiendo a Stanislavski llamaron «memoria emotiva» —ya sea circulando dentro del espectro de las emociones o transitando entre el frenetismo y la inacción—, produjeron una multiplicidad no encasillable dentro de los universos de la interpretación, ni reductibles a los cánones binarios del melodrama, como en la caracterización del Teatrum Philosophicum, que hiciera Foucault, de la filosofía de Gilles Deleuze, donde no se puede meditar únicamente en términos de repetición si no de diferencia.
Mas, en la comedia de variedades, los actores suelen encarnar personajes que a la larga terminan atrapándolos, hasta diluir la línea que separa lo real de la ficción. Allí, la idea de representación no se muestra diferencial e irrepetible, como en el teatro deleuziano mencionado antes, sino reiterativo, mántrico, pese a su exceso diferencial, donde toda representación se unifica en el gesto extremista y en la exageración burda, en un universo efectista que domina lo social a partir de su sonoridad, como extensión de una cultura masmediática, en la que cada individuo, como un personaje del auto sacramental de Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo, se ve forzado a acatar estoicamente su papel. Y no obstante este esteticismo, la vida política aparece influida de mucha farsa griega, en la que los actores ocultan su mísero rostro tras una máscara, haciendo de los hombres una suerte de noúmenos kantianos, que originan su doble condición de simulacro —a veces como comedia y otras como tragedia—, ausentes a pesar de su presencia física que los delata como representaciones bufas e impostadas de lo real, donde el gesto irreverente, grotesco o desconsolado, entre la euforia psicopática y la desolación ridícula, suele canalizar dos extremos excluyentes que han desprestigiado, caricaturizándolo, todo matiz de medianía, recato y sobriedad.
En El nombre de la rosa, Umberto Eco narra las intrigas en torno a un supuesto libro perdido de Aristóteles, La comedia, describiendo algo que había caracterizado al cristianismo, hasta pasado el medioevo, donde la risa es presentada como una expresión negada y de naturaleza diabólica. Tal vez, si ubicamos esto en el interior de una historia de las religiones, veremos que a partir de ello se fue desarrollando un culto místico al dolor, que ha impuesto a las aflicciones en el pedestal de la santidad, por lo que todas las religiones de estas características, abordan el «problema», no como una emanación de alegría y goce trascendental, sino como expresión mundana de un espíritu sicalíptico, encarnado en la risa desenfrenada que caracteriza a estados de euforia ligados a la locura, y asociados, durante mucho tiempo a la brujería.
Sartre, en su San Genet comediante y mártir, habló de una santidad del mal, planteando la idea de lo —si se quiere— malignamente puro. Algo, que,despojado ya de esa robótica oposición valorativa mal o bien, en la idea de una santidad diametralmente opuesta al culto místico al dolor, podría hablarnos de una santidad de lo burlesco, lo risible o cómico. En el circo, por ejemplo, donde igual que en la vida, suelen presentarse también esos estados extremos, entre la poesía y el disparate puro. Como el entorno funambulesco del film La Calle, de Fellini, donde el humor, cubierto de poesía, puede asociarse a la enigmática figura del payaso desafortunado, que oculta su rostro triste tras la sonrisa colorida del maquillaje, como tal vez también ocurre, como secuelas, en Una sombra pronto serás, o La santa sangre, como temas derivados de ese nostálgico entorno de psicopatía mágica y catártica.
En la poesía, en cambio, la estereotipada imagen de un Vallejo doliente, puede darnos la pauta de una exageración paradigmática, haciendo difícil recordar una sonrisa en su genial obra que –cuando no nos referirnos a su farsa tropical Colacho hermanos o Presidentes de América- nos habla de muertes queridas, de cafés, y de dolores del mundo, impregnado en un ritmo místico que refuerza la idea de un dolor sacro, performático, que lo llevaba a poses oscuras y dolientes registradas en la mayoría de las fotos que conocemos de él. Como un poseso que, tras la máscara del sufrimiento eterno, continúa albergando una santa desolación, reiteradamente performática, que podría llevarnos a preguntar si César Vallejo, como santidad del sufrimiento o sufridor ejemplar —caracterización que hacía Sontag de Pavese—, alguna vez rió.
Quizá porque en Vallejo había algo de eso, hiperbólico magistral, que él criticaba en Mayakovski, y proyectaba su poético dolor como una exégesis de un mundo enloquecido, que lo llevara a clamar por la violencia de las horas o por España desgarrada por la guerra civil, en un contexto en el que una sonrisa, si lo vemos desde este punto de vista, podría resultar insana. Y no es que el dolor ni el terror purifiquen, como lo planteara Aristóteles en su receta catártica, pues eso sólo exacerba la percepción de estar vivo, de habitar en el valle de lágrimas del que aún hablan los cristianos, y que Vallejo pudo somatizar a partir de esa identidad mística y a veces bíblica que trasuntan muchos de sus sufribles versos, en el extremo de la santidad del dolor: «Yo te bendigo Dios, porque sufres / porque debe dolerte mucho el corazón».
Tal vez por ello, la comedia de café-teatro se parece mucho a la vida cotidiana. Como un estado de ser en el mundo o —más precisamente— ser en el país, heredado del período fujimontesinista, donde el sustento en la sordidez y lo grotesco se ve justificado por el pretexto populista de la criollada, disociada de lo lumpen, e instrumentalizada, y por lo tanto normalizada, bajo el pretexto de estrategia para llegar a las masas. Donde un diario amarillo, o el comediante de cabaret, suelen repetir una rutina que le confiere una particularidad que a la vez unifica a los de su especie, en una estrategia de éxtasis cómico, donde la risa más estúpida e irracional puede tornarse en el opio del pueblo, del que hablaba Karl Marx, como los psicosociales, pero distante del espectro de lo sacro, y más bien con lo sórdido describiendo muchas cuotas de alcohol, o una ebriedad metafísica, que podría equivaler a un convite al salto al vacío, ante el absurdo y la insania de ver a un prójimo deshumanizado en la payasada putrefacta y el gesto más ridículo: algo que debería incitar a la risa psicodélica y no al dolor solidario de algunos.
Aquí, de todo un espectro de representaciones, un personaje como el cómico peruano Pablo Villanueva «Melcochita» puede resultar paradigmático, pues hay en él una cuota de somatización del acto bufo, como un avatar del gesto grotesco y del chiste. Como si el actor, si en algún momento existió, hubiese terminado poseído por el personaje, que con todas sus afectaciones, ha ido borrando de la vida cotidiana a Pablo Villanueva, hasta alcanzar cuotas de terrorismo lúdico, donde la risa puede funcionar como desestructuración de lo real, hasta alcanzar la santidad estúpida de la comedia hecha carne, como el extremismo bufo, como náusea hipostasiada presente en el mundo, como un estado alucinado en el que el hombre se puede desprender de su estado material para alcanzar la ataraxia, desprendiéndose del cuerpo como territorio de goce.
Al ubicarnos en este espacio inmaterial de emociones que nos irán confrontando con esta alter-realidad, la observación descomprometida de conmiseración —ante la conciencia de esa diferencia radical— nos llevará a preguntarnos si pertenecemos al mismo mundo o no para, después de acceder a esta categoría del chiste, a ese nivel de comprensión ante la representación bufa que nos transmite una sensación de vacío existencial, mostrándonos, en su primitivismo, la vacuidad y el sinsentido de la vida, ante la inutilidad de pretender ver a la cultura como un producto de la evolución del hombre. Algo que tras aquella risa esquizofrénica, estúpida y grosera, si lo pensamos sólo como acto de cine mudo, esconde una desestructuración del proyecto civilizatorio, cumpliendo su rol de personaje absurdo, como si su tipificación hubiera sido arrancada y degenerada hasta el extremo de la náusea, de uno de los textos dramáticos de Samuel Beckett, cuya sola presencia trastoca toda posibilidad de percepción, disolviendo todas las fronteras yacentes entre la realidad y la ficción.
Mas, si la realidad es algo más que esa animalidad del acto bufo, materializado en el teatro metafísico, como un Buda imperturbable pensándose a sí mismo y de cuando en cuando injuriando a los hombres por aferrarse a una cuota de racionalidad, ¿qué distanciaría lo lúdico de las contingencias sociales, donde lo perentorio asume caracteres políticos y económicos ante las catástrofes que infringe la pobreza material? Y tal vez sea allí, donde las sonrisas aún puedan seguir revolucionando todo, y dando esperanzas a estériles vidas, en tanto la sordidez de los actos alucinados, que incendian todas las praderas de hachís del mundo, nos llama a imitar esa risa psicopática y hambrienta que esbozan las hienas, en un espacio de afectaciones como los de los programas televisivos de Laura Bozo, la chola Chabuca, Magaly, Melcochita y gran parte de la comedia de nuestra patria, donde los otros mels, como náuseas hipostasiadas, pueden gobernar el imaginario popular, acabando con los vallejos del mundo, sin saber si producen tristezas o acaban con ellas. Como el yin y el yang, donde los antagonistas no suelen tener una lid justa ante el protagonismo lumpen y masmediático, y donde el cuchillo suele acabar con todos los conflictos, además del verduguillo de la intimidación y el horror.
Si Umberto Eco hubiese sido peruano tal vez le hubiese dedicado alguna de sus páginas a toda esta fauna, como todo lo extremo pasible de tematización, como lo descrito en su ensayo sobre Michael Bongiorno, como estrategias de la insignificancia hecha símbolo, como los vacíos de significación y las carcajadas estúpidas que heredáramos del fujimontesinismo, con todo lo pervertido y repugnante que de ello derivó y que, a pesar de todo, persistió en el toledismo y continuó en el alanismo y que nadie sabe a donde desembocará.
Y tal vez, debido a la actual configuración social, por ahora no haya salida, pues lo inteligente o simplemente razonable no puede competir con lo escabroso, y donde patriotismo de Javier Heraud, no vale nada ante el patriotismo del otro César, poeta de la Zurda, porque lamentablemente, nos han habituado al vacío, a la náusea, donde Mel, como el sumo pontífice de lo desquiciado, en su mirada grosera y la risa pervertida de su representación o autorepresentación, nos inspira a la deserción, al salto alucinado al vacío, ante la experiencia del absurdo, ante su otredad radical, cómico-fúnebre al mismo tiempo, como un fenómeno pasible de análisis, y donde me sería imposible creer que la risa es un acto demoniaco, porque un antagonista de lo divino no puede ser la nulidad, la estulticia y el vacío. El mal tiene que ser un atisbo respetable para significar algo, la estupidez no.
1 Debord, Guy. La sociedad del espectáculo, Castellote Ed. Madrid, 1976. p.11.
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© 2009, Rafael Ojeda
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