Hace poco más de 17 años, el 26 de marzo de 1990, falleció Alberto Flores Galindo. Ha pasado casi una generación desde entonces y los jóvenes de hoy prácticamente lo desconocen. Más aún en el contexto de la realidad de nuestro país donde, entre otras cosas, no se lee. Producir, debatir, divulgar es una tarea que llega a unos cuantos privilegiados o a círculos muy estrechos. Ello también se refleja en que, para los que no leen, las formas orales (conferencias, mesas redondas) no están a su alcance por su alto nivel de especialización. Por la falta de acercamiento entre el mundo de la producción intelectual y la mayoría de las personas, especialmente los jóvenes.
Habría mucho que decir sobre su vida y su obra, sobre la cual todavía no se ha escrito lo suficiente. Sin arriesgarse a realizar un estudio integral, las notas de este breve comentario deberán tomarse todavía como provisionales.
Quizá la primera cosa obvia que habría que señalar es quién era Alberto Flores Galindo. Nacido en el puerto del Callao el 28 de mayo de 1949, hijo de padres de clase media, realizó sus estudios en el Colegio La Salle y luego Historia en la Universidad Católica. Más tarde, obtuvo su doctorado en la Ecole Pratique des Hautes Etudes de París, donde estudió con los más importantes historiadores franceses de entonces, como Fernand Braudel y Pierre Vilar, así como el italiano Ruggiero Romano, gracias a una beca del gobierno francés. Al volver al Perú no sólo de dedicó a la docencia e investigación universitaria en la Universidad Católica, sino que además practicó el periodismo a través de diversos diarios y revistas. La mayoría de ellas fueron de gran importancia en las décadas de 1970 y 1980 (La Jornada, El Caballo Rojo, 30 días, Amauta, Cambio).
Integrante de la denominada generación del 68 (entre el Mayo Francés y el golpe de Estado del general Juan Velasco Alvarado), fue lo que antes se denominaba un intelectual comprometido. Este concepto planteado por Sartre, —y que tuvo gran auge en América Latina entre los años 60 y 80—, hace alusión a un intelectual relacionado con los problemas de su tiempo, solidario con las clases trabajadoras y apostando por un cambio radical de la sociedad contemporánea. En el caso de Flores Galindo ese compromiso era con el socialismo. En ese sentido, supo combinar calidad académica, compromiso social y activismo político, que no siempre se llevan bien. Existen muchos casos en que estos tres aspectos no logran combinarse, pero en este caso, los logros eran muy buenos.
A lo largo de su vida escribió mucho. Sus obras completas, editadas por Maruja Martínez y Cecilia Rivera, ya van por el quinto volumen, la mayoría de los cuales están dedicados a sus libros. Queda pendiente la mayor parte de sus artículos, dispersos en revistas y periódicos. Como en la mayoría de los casos, esta tarea no cuenta con el apoyo estatal. En ellos podemos encontrar sus diversos aportes como historiador a la historiografía peruana, imposible de resumir en este breve texto. Desde el estudio de los hombres concretos que hacen la historia (el obrero de las minas de Cerro de Pasco; el campesinado andino desde el período colonial hasta nuestros días), hasta el socialismo como proyecto político (Mariátegui), la utopía andina, Arguedas, entre otros temas.
Alguna vez me preguntaron en una conferencia que si tuviera que recomendar un libro de Alberto Flores Galindo, ¿cuál sería? La pregunta me tomó desprevenido. En general, este tipo de preguntas la realizan jóvenes que están en búsqueda de referentes para los objetivos que se proponen en la vida. Por ello respondí que, en mi opinión, ello dependería de qué buscaba. Si buscaba un referente de interpretación del Perú a través de nuestra historia y nuestra cultura, propondría sin duda alguna Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes, libro con el cual ganó en 1986 el Premio de Ensayo de Casa de las Américas. Allí Flores Galindo nos propone la Utopía Andina como el derrotero histórico de la resistencia de una cultura. Es un libro revelador, que nos abre a una nueva visión de los Andes y del campesinado, que contrasta con las visiones contemporáneas realizadas por María Rostworowsky o Franklin Pease. Y a pesar de ser una propuesta que tiene sus vacíos y contradicciones, es mucho más original a una visión de lo andino sin fisuras ni contradicciones, evolucionando hacia su lenta disolución en la denominada «cultura occidental».
Pero si buscaba un referente del quehacer del historiador, no dudaría un instante en Aristocracia y Plebe. Lima, 1760-1830. Estructura de Clases y Sociedad Colonial, basado en su tesis doctoral, publicada en 1984. Libro polémico, interpreta la situación de la sociedad peruana en las décadas finales de la colonia y en el proceso de la independencia. Pero va más allá: busca interpretar las razones de la resistencia al cambio de la sociedad peruana en momentos de crisis sistémicas.
Finalmente, si buscaba un referente sobre la política y el socialismo, imprescindible, La agonía de Mariátegui. La polémica con la Komintern, publicado en 1980, cuya visión es atrayente porque estaba acorde con una crítica contra el dogmatismo y una apuesta por un marxismo abierto y creador. Este libro conmocionó a la izquierda de la época al cuestionar la versión oficial de sus orígenes y de las razones de su endémica enfermedad: su incapacidad para empatar con el país y formular un proyecto socialista basado en un proyecto radical de transformación social. Radical en el sentido de enfrentar los problemas de fondo del país, no del uso atávico de la denominada violencia revolucionaria. Crítica caída en el olvido que ha motivado la permanencia en los estrechos círculos políticos e intelectuales, de esa visión canónica sobre la izquierda y el socialismo en el Perú.
Si bien la calidad de su obra se expresa en un estimulante ejercicio de pensamiento crítico que combina la rigurosidad académica y un depurado estilo literario, su calidad se percibe, sobre todo, en su capacidad para generar debate y polémica: una obra capaz de abrir nuevos derroteros e incapaz de pasar desapercibida. Es por ello que su influencia, pese a sus críticos, tanto los que le recriminaban su adhesión socialista en momentos en que había dejado de estar de moda o su supuesto romanticismo por su defensa del mundo andino y campesino, sigue teniendo una fuerza inusitada. Sus críticos podrán señalar y encontrar contradicciones teóricas, análisis incompletos y actitudes políticas idealistas, pero no se podrá negar que en su momento alcanzó un alto grado de presencia intelectual y política que pocos han logrado en el Perú.
Como decíamos, ello en parte se explica por su depurado estilo literario, sencillo y directo. Aunque su erudición saltaba a la vista, su lenguaje no era rebuscado ni difícil, ni mellaba su nivel académico. A ello también contribuía su carácter polémico: escribía sin eufemismos sobre temas controvertidos de historia o de política nacional señalando una posición clara, sin ocultar sus opciones políticas o sociales. Tampoco realizaba una separación entre el conocimiento académico y el sentido común. Muchos de sus artículos periodísticos, orientados a un público amplio y popular, son versiones abreviadas o extractos de artículos en revistas especializadas e inclusive avances de sus investigaciones, que consideraba pertinente divulgar. Ese afán de divulgación se manifestaba también en su presencia en conferencias y mesas de debate en las cuales participaba regularmente dirigidos a un público popular.
Su dedicación a la investigación histórica no estuvo exenta de sus opciones políticas y sociales. Su interés por la obra de Mariátegui, la utopía andina y los sujetos históricos de transformación social pueden ser entendidos dentro de contextos muy claros: el debate sobre la obra de Mariátegui y el surgimiento del Mariateguismo; sobre el futuro del mundo andino y campesino frente al proceso de modernización productiva y de las relaciones sociales en el campo; la violencia política en sus diversas manifestaciones; el surgimiento de la nueva derecha bajo las banderas del liberalismo. Su obra es amplia y prolífica. A través de ella es posible de rastrear los debates, problemas, proyectos y hechos políticos que estuvieron presentes durante las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado.
En ese sentido, habría que señalar que Flores Galindo defendió tercas apuestas que hoy parecen desvanecidas en el horizonte: la vida, el mundo andino y campesino, la historia, y, sobre todo, un socialismo verdaderamente revolucionario y creador. A pesar de la crisis por la que atravesaba el socialismo en los últimos años de su vida (crisis que persiste hoy en día), y frente a los desafíos de las transformaciones del mundo contemporáneo, no dejó su filiación y su fe. Sus escritos manifiestan sus apuestas, ya que no era un escritor aséptico. Combinaba el análisis riguroso con las apuestas políticas y sociales. Y esto era posible por su creencia en la posibilidad de construir nuestro propio futuro aún en contra de supuestas tendencias históricas frente a las cuales no es posible luchar. Defendía «la terca apuesta por el sí», al que hacía referencia al escribir sobre la obra de Jorge Basadre.
Con esto no quiero dejar la impresión de que con su muerte se cerró un ciclo de nuestra historia. De más está decir, por evidente, que no ha visto los cambios producidos en los quinquenios que nos separan de él. Pero frente a la situación peruana y mundial actual, su «terca apuesta por el sí» y su optimismo frente al futuro pueden servirnos de referente para enfrentar los retos de hoy. Nada más alejado de nuestra intención el contribuir a convertirlo en un icono contracultural, aunque algunos ya lo han incorporado al «Politburó de la Contracultura» al lado de Mariátegui, Vallejo, Arguedas, autores a los cuales pocos han leído. Otra cosa es que se conviertan en referentes para nuestros propios aprendizajes y nuestras propias apuestas. No venerarlos, sino leerlos, estudiarlos, superarlos. Flores Galindo no era perfecto y no debemos convertirlo en un icono vacío, ni en un héroe moderno.
En su Carta de Despedida (mal llamada Testamento Político), escribió: «No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación. Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento crítico debe ejercerse sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas; todo lo contrario. Ha ocurrido sin discutirse, pensarse y, menos, interrogarse. Espero que los jóvenes recuperen la capacidad de indignación».
Flores Galindo nos hizo este reclamo. Y es necesario recordarlo para no hacer con su obra, lo que se hizo con Mariátegui: aislarlo de su contexto histórico, separarlo de una generación de intelectuales comprometidos con el socialismo. Evitemos la mitificación y el crear otro «pensamiento guía».
Cabe resaltar, por ello, que su contribución intelectual y política no es un caso aislado. Fue el resultado de una época y de un contexto, de experiencias compartidas con otros que también se plantearon estudiar y debatir los problemas nacionales a partir de las ciencias sociales y la política. Y es que los temas e intereses de estudio de los intelectuales no están al margen del momento inmediato que les toca vivir. Y el caso de los miembros de la generación del 68, no fue la excepción. Ciertos temas, como el estudio del campesinado y de los regímenes de propiedad en el campo, sólo son entendibles al haberse planteado en el contexto de la reforma agraria bajo el régimen del general Juan Velasco Alvarado.
En un homenaje reciente, un joven del público preguntaba a los ponentes que había pasado con los miembros de la generación del 68, de la cual Flores Galindo formaba parte. Esta pregunta se realizó en relación a la vigencia del pensamiento crítico en el Perú de hoy, de los continuadores de esta tradición política e intelectual. Dicha pregunta me dejó reflexionando cómo todavía, aún entre los sectores jóvenes más comprometidos, existe una necesidad de encontrar un guía o una ruta prefigurada de antemano. Y la generación del 68, casi tres décadas después, no es que haya perdido vigencia: es que no hemos forjado una nueva generación que tome la posta y asuma el reto de transformar el mundo de hoy: no reclamar a los que ya nos cedieron el paso, sino hacer nuestro propio camino recogiendo los mejores aportes de la generación anterior.
Como escribió: «El socialismo no debería ser confundido con una sola vía. Tampoco un camino trazado. Después de los fracasos del estalinismo es un desafío para la creatividad. Estábamos demasiado acostumbrados a leer y repetir. Saber citar. Pero si se quiere tener futuro, ahora más que antes, es necesario desprenderse del temor a la creatividad. Reencontremos la dimensión utópica».
Como pocos, Flores Galindo comprendió la reacción liberal que se avecinaba. Estudió el pensamiento conservador peruano desde sus orígenes hasta sus actuales representantes. Protestó contra la política represiva del Estado que afectaba fundamentalmente a la población civil, sobre todo campesina. Deslindó claramente con la violencia implementada por Sendero Luminoso en contra del movimiento obrero y popular, desenmascarando su carácter autoritario y regresivo. Propugnó un socialismo creativo y revolucionario enraizado en lo mejor de la tradición andina, la cual no consideraba condenada a ser absorbida por una modernidad dependiente de los centros de poder político mundiales.
Hoy, 17 años después, todos estos temas siguen siendo parte de una agenda todavía vigente. La necesidad de un pensamiento crítico que ponga en cuestión esta hegemonía en los diversos campos de la actividad humana, se hace indispensable. Pero ello no será posible si seguimos viviendo de los recuerdos de un pasado idealizado. Debemos apostar por el futuro de manera creativa, abierta y optimista. Ese era el sentido de su frase «Reencontremos la dimensión utópica»: una apuesta por el futuro, no por el pasado.