Comentario

Ciberayllu
25 marzo, 2010

Notas sobre la prosa periodística de Antonio Cisneros

Sandro Chiri

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Leer las crónicas de viaje de Antonio Cisneros1 (Lima, 1942) es una experiencia llena de plenitud, gracia y alegría. En ellas, no obstante sus diversos matices y observaciones propias de un viajero atento, el autor destila una visión energizante de la vida, donde sí hay cabida para la belleza, el aire y la sonrisa. Emulando los viajes por el Océano Indico de Simbad, el marino de Las mil y una noches, quien tiene que enfrentar diversidad de escollos antes de llegar a su destino, Cisneros organiza sus libros de crónicas generalmente por las ciudades en las que ha vivido o sencillamente visitado. El cronista, a cada espacio le saca provecho; de cada espacio algo interesante o por lo menos ingenioso tiene que decir.

Los libros de crónicas

Son cuatro los libros de crónicas que Antonio Cisneros ha publicado con sano engaño porque en el fondo se trata de uno solo. Desde El arte de envolver pescado  (El Caballo Rojo, 1990), pasando por El libro del buen salvaje: Crónicas de viaje / Crónicas de viejo (Peisa, 1994 y 1997) y Ciudades en el tiempo. Crónicas de viaje (Congreso de la República, 2001), hasta Los viajes del buen salvaje. Crónicas (Peisa, 2008), Cisneros no ha hecho más que reproducir sus divertidos textos para el público lector que, según los especialistas, se renueva por quinquenios. Han sido diversos los medios que cobijaron inicialmente las crónicas que conformarían este único y continuo libro. Publicaciones semanales conocidas (Caretas, , Marka, Monos y Monadas), diarios de circulación nacional (El Diario de Marka o La República), suplementos dominicales (Dominical de El Comercio o El Caballo Rojo), mensuarios (30 Días), revistas académicas(Amaru  o Socialismo y Participación), magazines de limitada circulación (Lima Kourrier) o revistas de análisis político y cultural (Debate) han albergado la firma y el talento del cronista Cisneros para el goce de tan variado público lector.

Recordar es vivir

Desde los años ochenta a la fecha, Cisneros escribe sus recuerdos con inocultable gracia y narcisismo, pero su narcisismo es contagiante en tanto que la voz del cronista transforma al yo narrativo en un auténtico personaje de ficción. No sólo se trata de un AC que viaja, ve, vive y registra, sino de una criatura ficcional a la que le ocurren las más diversas e insólitas experiencias. Sus crónicas poseen, entonces, el enorme mérito (como toda buena crónica) de presentar a un personaje en primera persona sobre el cual se mueven otros personajes tomados de la realidad en un medio y en un tiempo más que real y volátil, afectivo y perdurable. Y es, casualmente, ese tiempo afectivo el que le da a las crónicas de Cisneros un carácter permanente y actual.

La tradición cronística

En América Latina existe una sólida tradición de poetas, narradores y ensayistas que han deslizado su talento en la escritura de crónicas de viaje. En el Perú basta recordar los bellos textos de Valdelomar, Mariátegui y Vallejo, sólo por citar tres nombres emblemáticos de nuestras Letras, quienes registraron sus experiencias en Europa con sedienta curiosidad y mejor estilo. Pero hay también otro tipo de cronista más local e inmediato; me refiero a aquel que se dedicaba a registrar el diario devenir preferentemente urbano y cotidiano. En esta tradición fueron famosas las columnas limeñísimas de Enrique A. Carrillo «Cabotín» o las de Manuel Beingolea, ambos de las canteras modernistas, que dicho sea de paso fue la corriente estética que fortaleció este tipo de praxis escritural tan ligada a lo mejor de la tradición del periodismo latinoamericano. Casualmente, refiriéndose al oficio periodístico de nuestro autor, Marco Martos ha escrito: «Como poeta y periodista Antonio Cisneros es representante hogaño de una tradición que se inicia antes que la República, la del intelectual que se siente cómodo haciendo periodismo. Así fueron Hipólito Unanue, Manuel Ascencio Segura, Felipe Pardo, Abraham Valdelomar, Federico More, Sebastián Salazar Bondy. En el caso de Antonio Cisneros hay una semejanza entre hacer periodismo y escribir poesía. En ambas actividades el poeta, como lo quería Antonio Machado, no está para recoger los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, sino lo que pasa en la calle»2.

El viaje como aprendizaje

Quizá sea pertinente ahora trazar a grosso modo los viajes más importantes que Antonio Cisneros realizó desde su primera juventud, ya que esas experiencias viajeras se asocian a su proceso de escritura cronística y poética. Así tenemos que en 1965 se le ubica al poeta no en Lima sino en Huamanga; dos años después se le ve andar por Londres; en 1970, caminar por Niza; y cuatro años más tarde, se le escucha dictar clases en Budapest. Todos estos viajes y largas pasantías están asociados a su experiencia como docente universitario. La vida universitaria, por consiguiente, fue el pretexto, la máscara y el pasaporte que usó nuestro escritor para movilizarse por el mundo, y gracias a ello las grandes beneficiadas siempre fueron su poesía y sus crónicas de viaje. Por cierto que esta no ha sido la única razón para que AC se movilice por el planeta. En 1978, por ejemplo, y gracias a la beca John Simon Guggenheim que obtuvo por su talento creativo, pasó una larga temporada en los Estados Unidos, y en 1984, como escritor invitado, en la ciudad de Berlín. En los intersticios de esas fechas y en ocasiones posteriores, Cisneros no ha dejado de viajar siempre en su condición de poeta exitoso y sobresaliente.

Viajes y poesía

El punto de partida de su brillante producción poética es el precoz libro Comentarios reales (1964) en tanto que mereció el tan ansiado Premio Nacional de Poesía, antes de que su autor cumpla los veintidós años de edad; en él el poeta aborda personajes y hechos de la historia peruana desmitificando y proponiendo nuevas lecturas de nuestro pasado. Inmediatamente después «viajar» y «escribir» serán dos marcas en la vida de Cisneros. Viaje y escritura se amalgaman, pues, en su biografía y en su lento y armónico proceso creativo irán apareciendo poemarios de inusitada intensidad. Canto ceremonial contra un oso hormiguero, por ejemplo, mereció el prestigioso Premio Internacional Casa de las Américas de La Habana, Cuba, en 1968. Los poemas que conforman este libro fueron escritos entre Huamanga, Lima y Londres. Como higuera en un campo de golf  (1972) –uno de los poemarios más sólidos de la lírica iberoamericana del siglo XX– recoge los textos líricos que concibió y registró el vate entre Londres, Niza y Lima. Es obvio que El libro de Dios y los húngaros (1978) articula fe y compromiso luego de su experiencia en la aún socialista Budapest de aquellos años donde algo nuevo se anunciaba como una luz entre premonitoria y enigmática. Y ni qué decir de Monólogo de la casta Susana y otros poemas (1986) cuyos textos nacieron y se escribieron, en su gran mayoría, en Berlín, luego de que el autor rastreara la vida del genial, pícaro y sensual Goethe. El reencuentro con la patria y los desposeídos se saborea en los poemas que conforman Crónica del Niño Jesús de Chilca (1981); y el afán del autor por reflexionar sobre el devenir del hombre que se debate entre lo material y lo espiritual se vislumbra en Las inmensas preguntas celestes (1992); mientras que la familia, la Virgen María y la fuerza del paisaje americano se entrecruzan en Un crucero a las islas Galápagos (Nuevos cantos marianos) (2005).

Una experiencia berlinesa

En medio de este permanente ejercicio poético Cisneros escribe sus crónicas para incluir en ellas lo que no podía decir en sus poemas. Me rehúso a creer, sin embargo, que sus crónicas son accesorias a su poesía; creo más bien que son complementarias. Detengámonos, para ilustrar, en «Naturaleza Muerta en Innsbrucker Strasse», poema de Monólogo de la casta Susana: «Ellos son (por excelencia) treintones y con fe en el futuro. / Mucha fe. / Al menos se deduce por sus compras (a crédito y costosas). / Casaca de gamuza (natural), Mercedes deportivo color de oro. / Para colmo (de mis males) se les ha dado además por ser eternos. / Corren todas las mañanas (bajo los tilos) por la pista del parque / y toman cosas sanas. Es decir, legumbres crudas y sin sal, / arroz con cascarilla, agua minerales. / Cuando han consumido todo el oxigeno del barrio (el suyo y el mío) / pasan por mi puerta (bellos y bronceados). /  Me miran (si me ven) como a un muerto con el / último cigarro entre los labios». Ahora paladeemos un fragmento de su crónica «Niños y perros en Innsbrucker Strasse»3 para contrastar: «Cuarenta y tantos años era el promedio entre los vecinos de Innsbrucker Strasse. Sin embargo, sus saludables hijos apenas si llegaban, los mayores, a las cinco primaveras. Esos niños, más o menos tardíos, eran frutos de las ideologías en boga durante la rebelde y colorida década de los sesenta, cuando muchachos y muchachas decidieron hacer el amor y no la guerra. Compartir muy orondos el lecho, sin traer nuevos seres a este mundo cruel. Tiempos del troncho, las revueltas y la música hindú» (pp. 132-3).

En efecto, si en el poema aparecen los jóvenes triunfadores y treintones de la zona industrial alemana, donde las fábricas de automóviles y la banca garantizaban sueldos estupendos para sus yuppies (Young Urban Professional), en la crónica, en cambio, aparecen los berlineses de la generación anterior, los hippies cuarentones, quienes priorizaron la vida afectiva y espiritual a la material contante y sonante. Los primeros rinden culto a la belleza corporal en correspondencia a su éxito económico; los segundos –a pesar de todo– no pierden su perfil rebelde, pacifista y sensual. La voz del poeta precisa; la del cronista, amplía, y esta ampliación –así mismo– le permite aumentar en detalles: «El ilustre burgués luce apacible con su bóxer lustroso, tan burgués como él. La muchacha sinuosa y deslumbrante juega bien con su galgo español. La menos favorecida luce graciosa con su perro salchicha. Los mozos matonescos, de cuero remachado y pelo al rape, se acompañan con dóberman nerviosos. Las ancianitas dulces pasean sus chihuahuas. La muchacha punk se adorna con canes de pelo indefinible y las orejas mochas» (p. 135). Esta galería canina no es más que un pretexto que usa el cronista como estrategia para mostrarnos los diversos rostros humanos de la pirámide social germánica que convergen –en este caso– en un Berlín cosmopolita y mundano. En la crónica, con deliberada objetividad, hombre y animal se corresponden en tanto que el cuidado y la imagen del animal van a tono tanto con el poder económico del amo como con su edad y estilo de vida.

Japón, tan cerca y tan lejos

Es curioso el hecho de que estas líneas las escribo en un momento de tránsito. Releo las crónicas de Cisneros en el aeropuerto de Lima mientras cientos de compatriotas se enrumban hacia el extranjero con objetivos distintos; llego a Filadelfia y el libro de AC me acompaña mientras comparto las bancas de la lavandería de Fox Chase con vietnamitas, irlandeses y algunos puertorriqueños; parto hacia Roma del JFK de New York y la muchedumbre babilónica parlotea las mil endemoniadas lenguas mientras se disparan –atónitos o avispados– hacia lugares desconocidos e impronunciables, mientras que un grupo de turistas japoneses marcha ordenado con sus banderitas en mano hacia la puerta 34. En este contexto, las crónicas de Cisneros cobran inusitada actualidad.

Casualmente, hablando de turistas nipones,  es el Japón ahora el tema de interés en el libro. El autor retrata los variados semblantes de una sociedad que presiente extraña y ajena, a pesar de los esfuerzos que confiesa hacer por comprenderla en alguno de sus ángulos. Es en el otro lado del Pacífico donde coincide con algunos niseis peruanos que dejaron Chancay por el sueño de una mejor vida cuando en el balance final no han hecho más que morir de pena; o con la joven traductora Akiko que acompaña al poeta por los intrincados laberintos de Tokio con el fin de complacer a su ilustre invitado; o con la diminuta poeta Machi Tawara capaz de haber vendido cinco millones de ejemplares de su libro El día de la ensalada, y a quien rinde asombrado homenaje adaptando al español algunas de sus afamadas tankas, que sin pérdida de tiempo comparto con ustedes una de ellas: «Me besas porque piensas / que me estoy alejando. / Es el tercer mes lunar. El mes en que la luna se deshace / con la luz de un McDonalds» (p. 42).

En este rápido paseo, bolígrafo en mano, nuestro autor no deja de mencionar el teatro japonés kabuki y noh, los anticuchos de pulpo o las luchas de sumo encarnadas por unos peleadores que superan los 250 kilos. Aparentemente todo era perfecto en la sociedad nipona, hasta que la billetera del cronista despareció: «“Me han robado en el estadio”, exclamé consternado. “Imposible. Un japonés no roba jamás”, fue su respuesta. Sólo atiné a mugir y a esperar que me tragara (o la tragara) la tierra. Impávida, sin atender mis iras más secretas, se dirigió al teléfono público, después de preguntarme por el color, la forma y el contenido de la billetera. Y luego de unos cuantos hai, que culminaron en sonoro domo-domo, nos embarcamos en un taxi rumbo al estadio. La billetera había sido hallada por un antiguo luchador de sumo quien, por supuesto, la llevó de inmediato a la administración. El empleado que me la entregó, estaba anotando en un recibo la cantidad de dólares y su equivalente en yenes. Sólo quedaba un vacío en el pulcro papel. Ignoraba el valor de ese billete peruano y azul, con la cara de un anciano bigotón. Mi respuesta le arrancó una cierta sonrisa compasiva. Me extendió el recibo y lo firmé feliz como un porcino» (pp. 29-30).

En esta suerte de diálogo entre el cronista y su intérprete Akiko en medio de una situación confusa, la sociedad japonesa sale bien parada por su sentido de honradez.

Marx en Londres

El cronista viajero continúa su periplo cantando entre alegre y melancólico estos versos de Como higuera en un campo de golf: «Y ya voy a decir que no tuve una casa, / que mi casa son las viejas maletas arrastradas por trenes y aeropuertos / los estadios, los parques comunales: / mi jardín interior».  Pero ese jardín interior pasa tambien por la experiencia misma de la escritura. Escribir en sí mismo es también una experiencia viajera. No es gratuito entonces que Cisneros en medio de su libro de crónicas incluya la historia de uno de sus poemas más celebrados y citados: «Karl Marx, died 1883, age 65» (Karl Marx, murió en 1883, edad 65 años), en donde confiesa cómo, cuándo y dónde lo escribió: «Lo escribí cuando vivía en la ciudad de Londres, antes de la Navidad del 67. Hacía un frío de los diablos y en ese cuarto, para ahorrar, sólo prendíamos la calefacción al caer de la noche. Lo trabajé de día y envuelto en un abrigo gigantesco, excedente de la Segunda Guerra, mientras a través de mi ventana la nieve se transformaba, a gran velocidad, en sucio lodo» (p. 90). Se trata del contexto que originó el poema casi infaltable en todo recital donde Cisneros participa. Y es ahora su autor quien se pregunta por el atractivo del texto: «¿Cuál es la gracia del poema? Lo ignoro, francamente. Por lo demás, no es cosa simple como el pan con mantequilla. Y tiene más bien, sin ser una cábala terrible, un cierto aire difícil (o, al menos, un aire de enredado)» (p. 90). La supuesta complejidad del texto, no obstante, no impide que el público lo reclame como suyo tal vez por su atrevimiento y originalidad.

Una asolapada sociedad hipocritona

Una sutil crítica al modo de vida norteamericano creo ver en dos crónicas. La primera aborda el tema del sexo como asunto tabú en la sociedad yanqui; la segunda aboga por los fumadores tan detestados en el país del norte. Asi, en «El ocaso de las conejitas» acota: «Hefner, visionario, entendió muy bien su próspera y desconcertada sociedad. Los Estados Unidos con sus chupetes de colores, sus desfiles de waripoleras, sus hula-hula, eran el símbolo del gigante puritano y cándido de solemnidad. Mucha vida sana para tanto dinero. En un país donde todavía resonaban el cerril macartismo y las oraciones de los pioneros con sus biblias protestantes bajo el brazo, el mundo del sexo y aledaños era cosa exclusiva de los franceses o, a lo más, de los disolutos escandinavos. Hugh Hefner sería el destinado por los dioses para abrir la válvula de represión norteamericana y brindar a los caballeros (y a las damas, de paso) esos aires mundanos, ese refinamiento europeo, por la módica suma de 50 centavos cada mes. La nación hacía su ingreso, menos cándida y más mañosa, al mundo contemporáneo» (p. 77). Sociedad hipocritona la norteamericana, al fin y al cabo, que el cronista retrata en su esencia y suave golpea sin dañarla mayormente como sí suelen hacerlo algunos ensayos o artículos suscritos por furibundos científicos sociales. Empero, si de daños se trata no hay peor que el que origina el tabaco, según médicos, publicistas y una grey de fornidos, intransigentes y cándidos muchachos que, sin embargo, fueron capaces de asesinar a un ingenuo fumador en los Estados Unidos, tal como nuestro cronsita delata en «El último dinosaurio»: «Hace poco leí que un modesto periodista cuarentón fue muerto, con su pucho en la boca, por una banda de matones, en Fresno, California. Los asesinos, armados de manoplas y barretas, detestaban el humo y todos compartían la virtud de no fumar» (p. 146-7). Fanáticos, sectarios y cerrados al diálogo son apenas algunos términos que se desprenden de estas fugaces crónicas que delatan una sociedad en esencia represiva, controlista y castrante como la norteamericana.

Los poetas

Otra preocupación de Cisneros es la de analizar el comportamiento y los gustos de sus colegas poetas. Octavio Paz es la encarnación del aburrimiento («Me imagino, como es de suponerse, en un amable encuentro con cena o copetín. Pero no. El poeta [Westphalen], sin trámites mayores, me lleva hasta la casa de otro poeta. Toca la puerta, me presenta y se despide raudo, rumbo a su oficina. El reloj marca las ocho y diez minutos. La hora, exacta, en que nadie espera a nadie. Octavio Paz en bata, su mujer con ruleros. Resuenan la licuadora, la aspiradora, la lustradora. El mucho gusto y los inacabables carraspeos se multiplican, sin ton ni son, hasta casi las diez de la mañana. Hora en que Emilio Adolfo me rescató. Creo que fue su última broma surrealista», pp. 102-3); Rafael Alberti se confiesa como un viejito alegrón («Eran los años veinte. Ella ha muerto en diciembre pasado a los ochenta y tres. Yo me voy para los ochenta y siete. María Teresa era la chica más guapa de Madrid. Y era muy audaz. Cuando estalló la guerra civil ella llevaba una pistola al cinto, que no disparó nunca», p. 193-4); Allen Ginsberg se comporta como una anciana cansada («El monstruo de la década prodigiosa se había convertido en un señor de talla discreta, regordete, lampiño y rosado, con modales de tía viejita», p. 74); Stephen Spender, todo un dandy («En honor a la verdad, su altísima figura, algo encorvada, revelaba sin ningún disimulo sus tres cuartos de siglo trajinados. Los ojos de un azul intenso, el pelo abundante y cano. Vestía un riguroso terno de tweed, corbata a rayas. Bien pudiese haber sido el presidente del Banco de Inglaterra, a no ser por esa mirada profundamente bondadosa, bonachona más bien, y las manos honradas», p. 120). Nuestro cronista opta por una voz  justa con su pizca de ironía, ni más ni menos, evitando llevarse por las emociones para retratar a sus colegas mayores del oficio.

Perú al pie del orbe

Vaya donde vaya, el Perú acompaña a Cisneros. Es inevitable que rememore el ceviche, plato bandera de la Patria, en las calles de Tokio, o la nostalgia lo gane al ver un torito de Pucará en una ventana de Londres; pero «la necesidad absurda de reencontrarnos siempre a millas de distancia con una vaga identidad», tal como lo dice Carmen Ollé en unos versículos de Noches de adrenalina 4, explican ese afán tan provinciano de Cisneros que más que limitarlo, lo humaniza y le da la certeza de que pertenece a un lugar en el mapa, tan bello, cruel e intenso como el Perú.

Si non è vero

Tal vez algún lector incrédulo ponga en tela de juicio muchas de las historias que Cisneros nos entrega en sus textos cronísticos; tal vez piense que se trate de hipérboles propias de un poeta sudamericano, pero siempre hay en ellas alegría, aire saludable y unas ganas locas de decirnos que la vida, a pesar de sus inefables coartadas, vale la pena enrostrarla con una canción en los labios. Finalmente, como me dicen mis amigas italianas cada vez que les narro lejanas historias del Perú, se limitan a mirarme con cierta piedad y a musitar levemente: «Si non è vero, è ben detto».

* * *


Notas

1 Antonio Cisneros, escritor plural y maestro universitario, es autor de más de veinte libros de poesía, que le han valido, entre otros, el Premio Nacional de Poesía del Perú (1965), y el Premio Casa de las Américas (1968),

2 Cf. Marco Martos. «Cisneros: Poeta y periodista». En: La casa de cartón de Oxy. II Epoca, N° 25. Lima: invierno-primavera, 2002; p. 16.

3 Usamos la edición de Ciudades en el tiempo. Crónicas de viaje. (Lima: Congreso de la República, 2001)

4 Ver Noches de adrenalina, de Carmen Ollé. (Lima: Lluvia Editores, 1981)

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Chiri, Sandro: «Notas sobre la prosa periodística de Antonio Cisneros» , en Ciberayllu [en línea]

819 / Actualizado: 25.03.2010