Crónicas

Ciberayllu
12 agosto, 2008

Yuyanapaq: Para volver a verla

Margarita Saona

Fueron varios mis motivos para viajar a Lima, pero entre los principales estaba volver a ver «Yuyanapaq - Para recordar», la muestra audiovisual sobre el conflicto armado interno del Perú1. Había visto la exhibición en la Casa Riva Agüero de Chorrillos a mediados del 2004 y, desde entonces, me habita el impacto de las imágenes y de su presentación en ese espacio. En varias ocasiones he tratado de articular lo que sentí —desde los espacios que me ofrece mi trabajo de profesora y crítica— como un logro de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación: el presentarle a los peruanos la dolorosa imagen de su historia reciente. Escribí acerca de la necesidad de tomar decisiones estéticas para darle una forma material al trauma sufrido por una sociedad. Escribí también acerca del espacio y en particular de cómo se aprovechó el espacio arquitectónico de la Casa Riva Agüero y de su locación en la ciudad como propicios para suscitar la reflexión y el duelo. Especulé, además, acerca de la función de la imagen fotográfica como generadora de empatía. Cuando supe que el Museo de la Nación sería el nuevo albergue de Yuyanapaq, sentí la imperiosa necesidad de regresar para volverla a ver.

Tengo que confesar que desde que me enteré, fui incapaz de mantener a raya los prejuicios. El edificio siempre me provocó antipatía: originalmente construido como sede del Ministerio de Pesquería y luego convertido en local del Banco de la Nación, el edificio encarna para mí lo peor de la arquitectura brutalista asociada a nuestras dictaduras militares. Hay quienes dicen que la idea del concreto y hormigón «en bruto» intentaban una alusión a las piedras de las construcciones incaicas y que por eso fue favorecida por el gobierno de Juan Velasco Alvarado. Sin embargo, la experiencia subjetiva de estos edificios es para mí la de una mole de concreto que no puede sino alienar a los ciudadanos, aplastarlos con su ominosa materialidad.

Foto 1

 

Como me lo temía, me sentí empequeñecida e insegura al entrar en el monstruo. Soy consciente de que hablo desde una experiencia individual, pero las enormes dimensiones, los espacios que se expanden en un interior que casi no da acceso a las ventanas, la frialdad del concreto que conspira con la humedad del invierno limeño, producen para mí el efecto contrario a lo umheimlich de la experiencia en la Casa Riva Agüero, en la que entrar por la puerta de atrás a una casona en ruinas, nos introducía a la tragedia del Perú por el lado de lo íntimo, de lo familiar, aunque esa intimidad fuera tan atroz.

En el Museo de la Nación se nos obliga a entrar por el lado de lo institucional y de instituciones que no han esclarecido su responsabilidad con nuestra historia. Debo decir que como me comentó una de las fotógrafas cuyas fotos se incluyen en la exhibición, para muchos es más bien admirable el Museo de la Nación albergue esta muestra, creada con total autonomía. Debo decir también que el personal que cuida de la exhibición, desde el guardia de la entrada hasta la persona a cargo de la oficina de información, que me dio permiso para tomar fotos, fueron cálidos, receptivos, casi acogedores. Su presencia fue reconfortante en medio de esta visita a este recorrido por lo peor de nuestra historia.

Algunos detalles merecen comentario. El orden de las fotografías ha cambiado ligeramente, me imagino que debido a los condicionamientos del espacio, y la foto que inicia el recorrido es la que muestra a un campesino rescatando un retrato de Belaunde de un edificio bombardeado. Esta foto me ha llevado a escribir sobre la imágenes de los hombres en nuestra sociedad: el campesino frente al presidente. Pero en este contexto, en este edificio, la foto me hace pensar en la voluntad de rescatar la institucionalidad del estado a toda costa, incluso a costa de los ciudadanos. Respeto la institucionalidad y entiendo que Sendero estaba atentando contra el estado peruano. El problema es que el estado poco o nada hizo durante demasiado tiempo por proteger a ciudadanos como ese, un hombre pobre que tal vez estaba arriesgando su vida por rescatar el retrato del presidente.

No recordaba de la exposición de Chorrillos las palabras de Beatriz Merino impresas aquí en primer plano. Es posible que estuvieran y que yo, cuatro años más ingenua, no les prestara tanta atención. Ahora la idea de que no importa «el número exacto de la cifra»[sic], así, redundantemente dicho, me revela un distanciamiento tal vez diplomático con respecto al debate que levantó el informe de la comisión que estima un número que supera a los 69,000 muertos. Muchos han cuestionado el sistema estadístico de la CVR y las palabras de Merino intentan una posición conciliatoria al decir que no es el número lo que importa. Pero el número también importa cuando revela una sistematicidad en los abusos, el hecho de que los crímenes se repitieran y multiplicaran sin que nadie los detuviera.

Los espacios abiertos y a la vez encerrados del Museo de la Nación hacen que el audio de ciertas salas se infiltre en otras. Al principio intenté pensar en este rumor como el reclamo de los muertos, un murmullo sordo en nuestras conciencias. Pero al cabo de hora y media, el ruido, su contaminación sonora, hizo que tuviera poca tolerancia para permanecer mucho tiempo en salas con sonido cuyas palabras deberían ser relevantes más allá del ruido asordinado, ya que contienen testimonios de las víctimas, así como el discurso de esperanza de Maria Elena Moyano.

Un detalle reivindica esta puesta. Hacia las últimas salas se intercalan con paredes, textos y fotos, aperturas hacia el exterior que confrontan estas imágenes con el paisaje de la ciudad, velado por unas mallas muy finas. Ese velo le añade una capa de neblina al ya gris paisaje limeño y la yuxtaposición de las terribles imágenes y de los testimonios y de la ciudad velada a lo lejos nos interpela, nos habla de una ciudadanía y de un país que mantenía su velo puesto mientras un muchachito era secuestrado o mientras una madre de familia era violada frente a sus hijos o mientras un hombre era muerto a golpes. Aun tras el velo la ciudad se extiende, con sus colores atenuados por la bruma, pero colores al fin, viva, palpitante, con un terral de cerros a lo lejos, inmensa.

Foto 2

Con vendas que cubren las heridas de machete, Celestino Ccente en la imagen capturada por Oscar Medrano en 1983 nos sigue interpelando con la ciudad como telón de fondo: ¿Dónde estuvimos? ¿Dónde estuvo la nación mientras ocurría todo esto?

Foto 3

De las muchas funciones que el Museo de la Nación podría cumplir, tal vez ésta sea la más loable: el darles un espacio a los rostros de las víctimas, el darnos un espacio para reflexionar. Lima, fantasmal y velada, tantas veces prefiere mantenerse ignorante. Esta muestra destaca la materialidad de las imágenes de estos muertos que son nuestros, aunque la ciudad quiera conservar su velo y olvidarlos.

 

Foto 4

 

Foto 5

 

Foto 6

 

El Museo de la Nación le ha dado albergue a Yuyanapaq. Desearíamos que la muestra tuviera otro espacio, un espacio propio, autónomo, tal vez de más fácil acceso. Pero mientras eso no ocurra, el Museo de la Nación está allí, y Yuyanapaq está ahí para recordar, para insistir que también estos horrores, suspendidos sobre la ciudad velada, son nuestra nación. Hay que recordar. Hay que volver a verla.

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1 Véase el anuncio oficial y la descripción de la exposición "Yuyanapaq: Para recordar" (sitio web de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú.)

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© 2008, Margarita Saona
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Saona, Margarita: «Yuyanapaq: Para volver a verla» , en Ciberayllu [en línea]

Número / Actualizado: 12.08.2008