Literatura

Ciberayllu
30 noviembre, 2008

Las ganas de comer

Cuento final

Antonio Bou

Antonio Bou (1944-2008), uno de los autores que más aparece en Ciberayllu, envió este cuento el primero de noviembre del 2008, una semana antes de su fallecimiento, en Mendoza, Argentina, donde vivió los últimos años. Antonio fue un creador extraordinario, tanto en la pintura como en la literatura.

 

No llegó con copas de más sino con kilos menos. Hacía tiempo que no venía. La excusa de visitar al enfermo lo animó a dejarse caer, esta vez en la virtud y no en pecado, cumpliendo preceptos y, por qué no, sintiendo, recordando otros tiempos en que la amistad florecía con otras flores en distintos balcones. Había avisado que llegaría a la una, llegó a las dos. Aunque pensaba yo que se había invitado a almorzar, nada extraño, almorcé primero y le guardé algo para cuando llegara, que no fue exactamente a las dos sino casi media hora más tarde.

Bajé a abrirle el portal. Me sorprendió que no trajera al niño, porque últimamente andaban siempre juntos, según noticias por boca de terceros que también me habían contado que lo había dejado la mujer, aquella extravagante modelo con cuya imagen empapelaron una vez Mendoza. Pero ese día era precisamente el cumpleaños de la mujer, según me dijo luego, y el Guidito estaba almorzando con su madre. Advertí en ciertos rasgos que me parecieron más que otra cosa efectos de honda tristeza (o de algún virus), que no era el mismo que creía conocer desde hacía tanto tiempo. Guido tenía hambre.

La inflación rampante, la caída de los mercados, la irresponsable gestión de la banda de ladrones del gobierno, meses ha que tenían su duro y pavoroso efecto sobre los más débiles de la población, aquéllos cuyo número crecía a infames saltos agigantados deteriorando la general calidad de vida de los mendocinos todos. Los cafés estaban vacíos a toda hora, a pesar de que seguían adornando las calles con mesitas, sillas con publicidades de cervezas, sombrillitas cuyos colores una vez alegraban al paseante y ahora de algún modo lo agobiaban. Un cortado y una torta raspada componían lujoso menú de ricos.

Guido llevaba varios años sin trabajo. No tenía un mango. A mí el dinero no me sobraba, cada vez compraba menos y aún así cada día tras día se me hacía más duro ordenarme para cuadrar el mes. Me parecía que no iba a llegar, que un golpe más en la factura del gas, de la luz, del agua y de los servicios municipales me ahogaría. Ya no sacaba el auto de la cochera, los precios de la nafta y los estacionamientos me resultaban prohibitivos. De tener algún trámite que hacer, pagar cuentas, comprar algo imprescindible, caminaba hasta el centro.

Le había guardado a Guido una hamburguesa, un verdadero lujo de carne fresca picada, no de esos patis rellenos con soja y Dios sabe qué otras cosas. ¿Querés que te fría una papa?, le dije sin darme cuenta de que el mundo entero sabe que querés no son ganas de dar. No, respondió, es mucho quilombo. Le serví la hamburguesa con todo lo que había, una rueda de tomate, una de cebolla cruda, queso, mostaza, ketchup, mayonesa, entre dos rodajas de pan de miga. La perfección, a no ser por la falta del pan especial para hamburguesas. Vivió un minuto.

Hizo con las manos un gesto así como de sobarse la panza mostrando satisfacción. Se levantó de la mesa y salió a la terraza mirando al cielo. Se metió en la hamaca y comenzó a hablar. Pronto se va a resolver todo, dijo, tengo un gran negocio a punto de cerrarse. ¿Te conté de Buenos Aires? Había estado hace unas semanas en Buenos Aires armando un negocio con un primo de su primo que tenía un amigo que era el que más mandaba en el departamento de promoción de la Lotería Nacional. Mirá vos, le dije sin darle mucha beligerancia.

No me interesaban mucho los negocios viniendo de boca de Guido cuyo sueño era pegarla sin meter guita, invirtiendo sólo su decadente persona incapaz ya, con casi cuarenta primaveras royéndole el espinazo, de impresionar a nadie. Pero siempre tenía algún proyecto en mente con el que sin darse cuenta y sin malas intenciones, eso téngase en claro, acababa engañando, estafando al incauto que le creía e invertía unos cuantos bien ganados y ahorrados pesos, y estafándose a sí mismo. Tenía, en su honor sea dicho, una vez fracasado el negocio, la sisífica virtud de no frustrase y empezar de nuevo.

Se quedó dormido, aburrido por oírse hablar solo. El caritativo hermano lo dejó dormitando y se fue a la cocina a colar café. ¿Querés café?, le gritó desde allá. Al segundo llegó a la cocina. ¿Negro o con crema?, le preguntó. Como sea, respondió. Puso pan con manteca a tostar el hospitalario amigo, sacó la mermelada y vovieron a la mesa. ¡Qué buen pan!, exclamó. Sí, muy rico, le confirmó, lo saqué del freezer. Así se le juntaban a Guido el almuerzo y la media tarde. Vio el huésped que le pasaba como al hombre velorio1 y ofreció más café.

Pero ve hacelo vos, y ponete más pan a tostar si querés, pero poné sólo para vos. El señor de su casa salió a la terraza contemplando el cobalto infinito, se metió en la hamaca sonriendo ante el recuerdo del hombre velorio, personaje que tanto le divirtió en sus años mozos, que el desmayado Guido le había vuelto a la mente. Eran malos tiempos, según don Nemesio, y aquel pobre hombre no se perdía un velorio porque ningún mejor sitio para prolongar la vida y no morir de hambre. En los velorios, llegado el momento, se servía café con pan.

El hombre velorio llegaba a la casa donde se velaba al muerto poniendo lúgubre cara de luto. Repartía pésames con adolorido semblante. Se sentaba en algún rinconcito, en silencio, moviendo los labios como si rezara. Llegado el momento del café, pasada la medianoche, tomaba su tazón y el mejor pedazo de pan que alcanzara y alcanzaba grados de felicidad mojando y comiendo. Pero si el pedazo de pan había sido muy grande, se veía obligado a pedir más café para acabarlo. Luego le sobraba café y pedía más pan, y así seguía café y pan hasta que mataba el hambre.

Vuelve Guido a la terraza portando bandejita con café y tostadas. Se sienta en la silla que antes había ocupado el anfitrión. Al primer sorbo,  descubre que había sazonado el café con sal. ¡Madre con cuánta tristeza lo dijo! Ve, hacete más café, eso toma un segundo. Se regresó a la cocina. ¿Seguro que no querés?, gritó desde allá. No, gracias. El convidante, meciéndose despacio, sonreía irónico bajo las nubes meditando sobre la sal y la mala suerte que perseguía al convidado. Sin darle gracias a Dios por no ser como aquel publicano, al regresar Guido, le dejó la hamaca.

Comía Guido vorazmente. Hablaba con la boca llena sobre su gran negocio en el que iba a tener asegurado un veinticinco por ciento. Dinero fácil, decía, verás cómo te pago todo lo que te debo. Tranquilo, respondió el invitante, vos a mi no me debés nada. Lo miró a Guido con la misma sonrisa con que había contemplado las nubes, sintió ese hastío que causa oír mucho rato a un demente hablar de sus locuras. Me voy a echar una siesta, el médico no me recomienda sino reposo, dijo. Quedate ahí, tratá de dormir. Si necesitás algo, estás en tu casa.

Me encerré en mi cuarto. Encendí el televisor, en la pantalla una tabla donde se precisaban los cierres de las bolsas del mundo. La crisis era global, decía un periodista, los índices de desocupación y de pobreza aumentaban en todas partes. No sé cuántos muertos de hambre en no sé dónde, apagué el televisor. No podía dormirme pensando en el hombre velorio y en Guido echado en la hamaca, quizás todavía hambriento, porque hay ganas de comer que no se sacian con el pan y el café de mil velorios. En la ventana se veían las primeras señales del anochecer.

* * *


Notas

1 Nemesio Canales (1878-1923), periodista y escritor puertorriqueño, uno de los primeros marxistas boricuas. En 1914 compró el periódico El Día, de Ponce, que hoy se conoce como El Nuevo Día. En su periódico escribía una columna titulada Paliques, ensayos donde mostraba con agudeza y humor su interpretación de la condición humana. Uno de esos Paliques, es «El hombre velorio», al que se refiere el autor.

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© 2008, Antonio Bou
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Bou, Antonio: «Las ganas de comer. Cuento final» , en Ciberayllu [en línea]

791 / Actualizado: 01.12.2008