Literatura

Ciberayllu
16 enero, 2010

Fiesta canina

Cuento

Carlos Meneses

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Nos reunimos varias veces para trazar las líneas maestras de la fiesta. Como en todas las anteriores pretendíamos un atractivo central. Algo que resultara el eje de la velada. En jolgorios de esta naturaleza, Mañuco, aunque había sabido encontrar la clave del programa, procuraba basar el protagonismo  en mí. Yo cambiándome de indumentaria delante de todos. Yo lanzándome a la piscina en bikini, vestida suntuosamente, vestida de payaso o de colombina. Pero me había comenzado a rebelar contra ese protagonismo que  se estaba convirtiendo en lugar común y que yo había llegado a considerar como merma de mi personalidad. Le llamaría denigrante tiempo después.

Fue él quien aportó la solución que buscábamos. Sólo le faltaba gritar ¡Eureka!  Yo escasamente colaboré con complementos para ese acto central. Elegí la orquesta, las vestimentas, la necesidad de uno o unos animadores. Era mejor que él quedara liberado de esas tareas menores, ya bastante iba a tener con compartir alegría con el centenar de invitados. Mañuco estuvo de acuerdo con el presupuesto y con todo lo demás que había corrido por mi cuenta.

Se repartieron tareas entre las chicas de servicio, se contrató a varios camareros, una experimentada relaciones públicas, un sumiller y varias personas más necesarias para estas circunstancias. La lista de invitados incluía a algunos de los clientes habituales de Mañuco, varios directores de galerías de arte, no faltaban los críticos, se llamaría a viejas amistades, no se desecharía la posibilidad de contar con algún poeta, de ninguna manera evitar la ausencia de músicos o pintores. No descuidar gente del teatro o de la danza. Mañuco se encaprichó con algunos banqueros, lo que me extrañó porque siempre había despotricado contra ellos, pero las deudas son las deudas. Todo quedó cerrado bastantes horas antes de la reunión. Se comprobó la calidad de la cena, la repostería, las distracciones que habría en el jardín que sería el centro de esa felicidad momentánea. Estábamos seguros de que no nos olvidábamos de nada, que todo iba a salir espléndidamente y que se trataría de una fiesta radiante que superaría a todas las anteriores.

Se había advertido a los invitados sobre el concurso canino y  la necesidad de venir premunidos de doble y hasta triple vestimenta. Se recomendaba que entre la ropa que trajeran no faltara un disfraz carnavalesco, y que por supuesto no olvidaran de la importancia y el atractivo que tenía en estos casos el antifaz. Se invocaba a Venecia y se hablaba de desbordes de emoción como en el carnaval de Colonia. En efecto así fue. El  jardín a medianoche lleno de luces de todos los colores que se reflejaban como un arco iris en las aguas de la piscina, festonado de adornos y de música, hacia recordar a Fellini, a la  «La dolce vita».

Los invitados que habían llegado con sus perros estaban, más que alegres, nerviosos. Una altísima torre de ladridos se elevaba por sobre nuestras cabezas. Nosotros aportábamos un par, Chamaquito y Chorrito, y habíamos destinado toda una habitación bien cerrada y premunida con todo lo que a ella, las gata Huachafita le gustaba para que  quedara dentro y no tuviera motivos de salida que pudieran causar violencia por parte de sus eternos enemigos.

Los animadores anunciaron el inicio del concurso. Perros adornados con collares, flores, banderines, desfilarían por la explanada destinada para ello. Había variedad entre los participantes. Collies, san bernardos, dálmatas, dogos, pastores alemanes, ante esas bellezas los nuestros parecían patitos feos. La elección fue reñida. El jurado formado por invitados elegidos por sorteo, dio como vencedora a una pomeranie que parecía una bellota de algodón y que su ama besaba sin intermedios. El segundo lugar fue para un  hermoso Collie que hacia recordar a la cinematográfica Lassie. Algunos invitados bailaban, otros se deleitaban con la exquisitez de los postres. Varios habían tomado camino hacia las habitaciones en las que podían cambiar de ropas. Todo era estallido de buen humor. Pronto empezarían los juegos que tenían como premio un beso y como castigo lanzamientos a la piscina tal como estuvieran vestidos en esos momentos.

Nadie había descubierto a Trinidad, la encargada de hacer transportar hasta nuestra casa las deliciosas vituallas con las que se había  alegrado un centenar de paladares. Delgada, discreta como una verdadera sombra se había colocado junto a la estrecha puerta falsa que comunicaba con la calle. La situación era estratégica, estaba en un ángulo al que las luces no llegaban con el vigor necesario. Cuando empezaban a salir algunas parejas disfrazadas, otras de estricta vestimenta de gala y con el antifaz negro y, en algunos casos, las damas llevándolos de colores, la sombra Trinidad debió haber abierto la puerta para dar paso a un intruso. Después juró por todos los santos que no había maquinado en absoluto nada de lo que pasó.

Un alarido como el que se puede dar ante un fantasma o por un dolor inconmensurable, quebró música,  carcajadas, voces bromistas, todo. Fue como un relámpago maldito que cruzara la noche de risas estridentes de un lado a otro. Sólo vi a la señora elegante, enjoyada con exageración, lívida, al borde del desmayo. Junto a las aguas aun quietas de la piscina se celebraba otra fiesta pero sólo para dos. La señora que momentos antes había estado besando el hociquito menudo de su perrita ganadora del rabo de oro, mientras al hermoso collie se le había otorgado el de plata, se lamentaba como si sufriera la pérdida de un ser querido. No la calmaba ninguna palabra. Algunos invitados la secundaban. Otros se reían, no faltaban aunque  eran muy pocos los que alababan el acontecimiento.

¿Lo pergeñó todo minuciosamente Trinidad? Ella me confesó de primera intención que sólo pensó en la entrada de ese atorrante para que se burlase de los elegantes animales del concurso. Yo logré arrancarle buena parte del secreto que no revelé a nadie. Tenía elegido al perro delincuente. Al perro violador. Al perro callejero, muerto de hambre, sucio, sin identidad ni etnia conocida. Pero aseguraba no haber sido consciente de la proyección de los hechos. Los invitados se agolparon junto a la piscina. Se oían voces pidiendo que separaran a la primorosa perrita del vulgar perrazo. Mañuco intervino majestuoso y conciliador. No, es mejor dejar que todo concluya sin participación humana, no hay que ir en contra de la naturaleza. La dueña de Gotita la perrita elegida para el placer por el sucio y bastardo perrazo callejero, lloraba desconsoladamente, quería golpear con un bastón los flacos lomos del inoportuno galán. Mañuco y otros se lo impidieron.

El carnaval que estaba en sus inicios se fue disolviendo, la banalidad se frenaba como si hubiese tropezado con una muralla. Muchos comenzaron a tomar el camino de la salida. Unos pocos bailaban, reían y correteaban por el jardín persiguiéndose con las intenciones claramente dibujadas en los gestos, premunidos de antifaces. Sabían perfectamente qué habitaciones con cómodos lechos los estaban aguardando. Pero esos felices indiferentes formaban un grupo minúsculo. La mayoría de los invitados ya había abandonado nuestra casa. Nadie fue premiado con besos, nadie condenado a ser lanzado en ropa de calle a la piscina. Mañuco no podía ocultar su disgusto; uno de los dos jardineros, Rosendo, a quien yo conocía muy poco, fue el encargado de sacar a patadas al intruso y desgarbado animal que había sido causa del desaguisado.

Cuando quedamos solos él y yo, nos miramos  y no nos dijimos nada sobre la fiesta. Todo parecía quedar para comentarlo al día siguiente y no porque estuviéramos cansados ni muertos de sueño. Si Mañuco había tenido  un momento de rabia ya había quedado atrás. Tampoco estaba alegre. Era un estado de ánimo que oscilaba entre la resignación y la indiferencia. Sabíamos que algunas parejas se refocilaban en las habitaciones que les habíamos señalado como también sabíamos que Trinidad, Mercedes u otras doncellas las atenderían a la hora del desayuno.

Mago se preguntó varias veces cómo no hubo quien detuviera al perro pulguiento que irrumpió en pleno estallido de alegría. Cómo fue posible la ceguera colectiva que impidió cerrar el paso al impertinente. Analizó algunos momentos previos al hecho grotesco, dijo primero, llamativo, después. Llegó a la conclusión de que alguien había guiado los pasos del can forastero. No es posible que fuera directamente en busca de la ganadora, si había muchas perras más cerca de la puerta. Preguntas que quedaban encerradas en el misterio. Poco antes de la llegada del sueño dijo en son de broma: ¿cómo saldrá el hijo de esta unión? Terminó riéndose, si queda embarazada harán abortar a  la perrita. Hubo carcajadas muy sonoras.

Las disculpas a la dueña de la ganadora del concurso, ¿violada?, se las habíamos dado muy someramente durante el agrio epílogo y la desbandada de los invitados. Al día siguiente seríamos más corteses con ella, habría flores, palabras reconfortantes e interrogaciones por el estado de su mascotita y promesa de castigar a quien colaboró en ese salvaje espectáculo.

 

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© 2010, Carlos Meneses
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Meneses, Carlos: «Fiesta canina» , en Ciberayllu [en línea]

814 / Actualizado: 16.01.2010