Literatura

Ciberayllu
7 agosto, 2007

El arte de saber firmar

Carlos Meneses Cárdenas

 

Está ante ellos de pie: serio, receptivo. Animado. Le indican que es necesario que firme los ejemplares de su última novela. Ven que él asiente con la cabeza. Lo convocan a las cinco en punto y le recalcan puntualidad. Le advierten que de su firma depende, en gran parte, el éxito de venta del libro y que la venta, como es lógico, determinará la cuantía de sus derechos de autor. Le dicen también que de preferencia sea generoso en las dedicatorias a los compradores escribiendo largos y amables párrafos, ya que esto determinará que gracias a la buena acogida a los primeros lectores se duplique o triplique la venta después. Le aconsejan que venga vestido con su mejor ropa y, de preferencia, la procure nueva y además llamativa, pues será un elemento de captación para posibles compradores de su libro. Le sugieren sin rodeos que continuamente sonría, que por lo menos cambie una o dos palabras con cada persona que le solicite su autógrafo y que resultará más práctico y positivo que permanezca más de pie que sentado durante el tiempo que tenga que firmar. Le insinúan con amables palabras que si una persona ha comprado dos o más ejemplares  —algo inusual pero que puede suceder—, procure calificarla en la dedicatoria de inteligente y culta. Que si algún cliente hace alguna pregunta sobre su libro se ofrezca para una futura conversación en la que podría aclarar secretos o claves de la novela. Le presenta al jefe de relaciones públicas de la empresa. Lo conducen al lugar donde se tendrá que situar en espera de clientes. Le repiten por enésima vez que su trabajo no termina mientras haya gente a su alrededor sea la hora que sea. Se sitúan a prudencial distancia para contemplar su comportamiento.  Observan  que el escritor está cumpliendo al pie de la letra con todo lo que le han indicado. Tras algunas horas de estar firmando  reparan en que hay que darle nuevos bolígrafos porque los anteriores se han gastado. Notan cómo le empieza a temblar el pulso, ven cómo ha empalidecido y su rostro está desencajado, captan con nitidez los esfuerzos del narrador para disimular un bostezo. Entienden que con la mirada les está pidiendo  un refrigerio. Observan cómo apoya la espalda curvada por la fatiga contra el marco de la puerta. Constatan el enorme cansancio que sufre el autor pero no le ofrecen un lugar para recostarse, ellos si se retiran a dormir unas horas. A la mañana siguiente tienen un grato despertar porque comprueban que nada ha variado y que el escritor sigue cumpliendo su tarea. Deciden darle ánimos haciéndole gastos optimistas y diciéndole palabras de apoyo. A pesar de que muestra rostro  ajado ven que se recupera y sigue firmando. Se frotan las manos pensando en los pingües ingresos que se lograrán. Comentan sobre la presencia de algunos críticos cuando llega una nueva noche. Vuelven a recostarse en los sofás, duermen a pierna suelta, roncan sin ningún recato. Cuando despiertan lo único que les interesa es saber si el narrador ha seguido firmando y si han descendido o no las ventas. Lo descubren con barba crecida y los ojos perdidos en cuencas verdosas. Llegan a la conclusión que sería conveniente traer al barbero, así como también les parece que el público se acercaría más al autor mientras estuvieran rasurándolo Cumplen con su deseo y las firmas continúan. Desayunan con gran apetito, leen los diarios con voracidad, miran las fotos del escritor que han sido publicadas. Meriendan, hacen el aperitivo, comen, toman café, fuman, charlan sobre los más variados temas, hacen una larga siesta, despiertan con un ligero malestar que atribuyen al mal tiempo. Lo buscan con la mirada y lo hallan transido de fatiga. Comentan la posibilidad de ofrecerle una taza de té. Alguien opina que eso causaría un paréntesis peligroso. El público podría ahuyentarse. El tiempo transcurrió sin alcanzarle la infusión al novelista. Llega una nueva noche y se emocionan escuchando las ideas publicitarias sobre la manera de atraer más clientela. Se acuestan pero el sueño dura muy poco, los despiertan las voces en diferentes tonos que brotan del tumulto de compradores. Nerviosos se abren paso entre el remolino de gente. Lo ven tendido en el suelo con el bolígrafo en la mano. Le piden que se levante, le gritan al oído que de su firma dependen sus derechos de autor. Lo remueven, está exánime. Consultan cómo han ido las ventas y les dicen que muy satisfactorias. Mantienen el convencimiento de que aun se puede vender más ejemplares de la novela de ese escritor caído. Tratan de reanimarlo. Llaman un médico. Lo examina con detenimiento, tiene una expresión grave en la mirada. Insiste en tomar el pulso a ese brazo inerme. Se pone de pie y les dice sin ambages que es inútil que le ordenen que se levante, que ya no firmará libros nunca más. Se apenan un instante, luego los domina el disgusto. Se reúnen en una esquina de la enorme habitación con libros. Revisan la programación para los próximos días. Encuentran el nombre y todas las señas del próximo escritor. Cambian opiniones. Llaman a una secretaria y le piden que busque con urgencia al nuevo escritor que firmará libros y le digan que se presente inmediatamente. Continúan la charla. La muchacha hace la llamada que le han encomendado.  En la puerta el juez y el forense cambian pareceres.

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© 2007, Carlos Meneses
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Meneses, Carlos: «El arte de saber firmar. Cuento » , en Ciberayllu [en línea]

720 / Actualizado: 07.08.2007