A Cabeto y Jessica
—Papi, papi, mami le dijo a mi tía Naty que no nos ibas a regalar nada en Navidad porque no tenías plata.
—Ya te he dicho que no estés oyendo a tu mamá cuando habla por teléfono.
Pamelita se mordió el índice y bajó la cabeza pero enseguida la volvió a levantar, la culpa no le duró mucho:
—¿Pero es verdad que no nos vas a regalar nada?
—¿Cómo crees que no les voy a regalar nada?
—¿Me vas a regalar la casa de la Barbie? Viene con piscina…
—¿Pero tú te has portado bien este año?
—Me he portado bien, me he portado bien.
—La miss Mary dice que no, que hablas mucho en la clase.
—Pero tengo las mejores notas.
Lucas pensó en ese momento en sus notas cuando estaba en el colegio. Matemáticas: jalado, Lenguaje: jalado, Ciencias naturales: jalado. Se lo jalaban en todo. Lo único que aprobaba era Religión y Cívica, lo más papayita. Su hija no había salido a él. Realmente era la primera de la clase.
—¿Y es verdad que no tienes plata?
—¿Cómo crees? Claro que tengo.
—A ver, enséñame la billetera.
—Pero en la billetera nunca tengo plata.
—Pero al chico que te lava el carro siempre le pagas con la plata de la billetera.
—Ah, pero moneditas sí tengo…
—A ver.
Esta vez no tenía ni moneditas. Igualmente abrió la billetera esperanzado en que algunas quedaran. No le quedaba ni una.
—¡Ya ves! No tienes plata, papi.
—… la plata la tengo aquí —le dijo sacando la tarjeta de crédito.
Pero era mentira, tampoco tenía plata en la tarjeta de crédito, con suerte llegaba a 20 dólares que podían alcanzar para un par de vinos y algo de postre. Era verdad lo que Pamelita le había escuchado decir a Viviana. No tenía plata para los regalos navideños. Los clientes no le habían pagado. El banco hacía seis meses le había suspendido el crédito por moroso. Lo último que había recibido lo había tenido que gastar en el sueldo de sus chacales, cinco muchachos que llevaban dos meses sin cobrar. Les había pagado por temor a que se le marcharan y lo dejaran solo con los encargos pendientes. Prometió pagarles lo que les debía entrado el nuevo año, que vieran en ese gesto la voluntad de cumplirles. «Yo no he cobrado nada, pasaré la Navidad sin un céntimo» les dijo. No hubo canasta navideña como en otras ocasiones, ni tampoco panetón, pero sus trabajadores no levantaron otra queja, era Navidad y de pronto sintieron lástima por el jefe. En el fondo se llevaban bien, la situación del país y de las empresas era complicada y ellos lo entendían hasta ahí, si no les hubiera pagado lo hubieran abandonado. Así era la vida.
Lucas se sentía humillado. Los clientes habían demorado sus pagos porque a ellos también les debían, y sus deudores también eran acreedores de otros deudores y así sucesivamente. Ésa era la economía peruana. Los economistas lo achacaban al «efecto tequila». Según ellos, la culpa de todo la tenía México. Para Lucas, la culpa de todo la tenía Dios. Porque si Dios hubiera querido que naciera en Estados Unidos entonces ni «efecto tequila» ni cojudeces. Lucas había nacido en el Perú y ahora atravesaba el Jockey Plaza para recoger del Plaza Vea un pavo que un cliente le había dado como canje.
—Si no tengo plata ¿entonces cómo crees que voy a comprar el pavo, hijita?
Pamelita dijo: «ahhh, claro» pero sabía que el pavo se lo daban en canje, eso también se lo dijo su madre a la tía Naty. Lo que no sabía muy bien era qué demonios significaba exactamente la palabra canje pero no podía preguntárselo a su papá porque entonces… Lo que sí sabía era que el pavo era gratis, y que ahora no iban a comprarlo sino solo a recogerlo. Su papá era un mentiroso. ¿Se iría al infierno?
—Papi, ¿y por qué comemos pavo en Navidad? ¿El niño Jesús también comía pavo?
—Sí, hijita, también comía pavo.
—¿Pero el niño Jesús era pobre, no? ¿Si era pobre con qué plata compraba el pavo?
—Los criaba en su casa, hijita.
—¿Y luego se los comía? ¿A sus propios pavos?
—Ajá.
—¿Por qué?
En ese momento que entraban al supermercado Plaza Vea de pronto apareció la tía Naty.
—¡Tía Naty, tía Naty!
Pamelita corrió a sus brazos. Lucas y Naty se saludaron con un beso, entonces Lucas aprovechó la oportunidad.
—Me esperan un ratito acá, que voy al banco.
Lucas corrió al cajero a ver si de verdad le quedaban esos 20 dólares. Si por casualidad el banco le había cobrado algún gasto tonto y le quedaban 18.50 no iba a poder sacar nada porque los cajeros sólo daban billetes de 20. Si durante el año hubiera gastado menos en huevadas ahora tendría por lo menos 100 dólares en la cuenta. ¿Qué cien dólares? ¡Trecientos dólares! Con ese dinero podría comprar vinilos y emprender el encargo que su amigo Pedrito le había pedido urgentemente.
—Mira, hermano, si tienes mi encargo para el 20, te pago el 23, te lo prometo.
—Adelántame 300 cocos, Pedrito, y te tengo tu encargo para el 20.
—No puedo, hermanito, Ripley me paga el 23, hasta entonces estoy cero balas.
Eso sería como un sueño hecho realidad. Llegar al cajero y tener 300 dólares bien metidos en la cuenta. Con eso haría el encargo, el gordo le pagaría 2500 dólares por el trabajo y sobraría plata para comprarles regalos a Viviana y a Pamelita, pero la casita de la Barbie ni hablar, mejor una bicicleta, sería una sorpresa.
Entonces llegó al cajero, abrió la billetera, sacó la tarjeta pero al intentar meterla en la ranura se topó con algo. Miró la pantalla, leyó: «Indique la cantidad». Alguien había olvidado una tarjeta dentro. Ese alguien incluso había olvidado teclear la cantidad. Miró a la derecha, miró a la izquierda. Observó una muchedumbre despistada, caminando de prisa a todos lados, llevando bolsas y paquetes. Escuchó la cantaleta de los villancicos en todo el local y se preguntó de dónde vendría el sonido, parecía salir del suelo, de las paredes, de los cristales. Miró a dos guachimanes comprando lotería, distraídos, alegres, y se preguntó cuánto dinero habría en aquella cuenta. Tal vez 1000 dólares, tal vez 2000. Tal vez un millón. O Tal vez los 20 dólares que había ido a buscar.
Pensó que su dedo elegiría la opción correcta:
Cancelar la operación, sacar la tarjeta ajena, meter la suya y presionar: «Consulte su saldo».
O: presionar el número 3, luego el 0, otra vez el 0 y luego: «Aceptar», coger los billetes y salir caminando, despacio, tranquilo, como si nada…
Cuando su dedo tomó la decisión correcta se marchó silbando un villancico, seguro de que nunca olvidaría aquella Navidad.