Literatura

Ciberayllu
17 mayo, 2007

Atá efes o la venganza de Gerardo Neshamá

Elías Scherbacovsky

 

Habría querido tenerlo más largo, y zapatos del número 45. Ser un hombre. Poder decirle a mis enemigos: «Andá a cantarle a Gardel», y quedarme en el molde, acompañado por un mate cocido sin azúcar pero bien caliente para que lo sientan mis perezosas tripas. Y no andar escondiendo el bulto sexual del que otros hacen ostentación, como si fuese un trofeo, luciéndolo con los pantalones ajustados. Admito que en mi juventud no supe pensar que teniendo corto el genio, nunca progresaría en la vida. Hoy tampoco sé qué es o, mejor dicho, cómo se hace para «progresar en la vida». El único que está seguro de que voy a lograrlo un día es Aminadab Bossem, un judío entusiasta de Alepo al que conocí circunstancialmente en una tintorería del barrio de Rehavia. No quisiera decepcionarlo porque no sé si hay otro que confíe en mí como soy. (Reconozco que quisiera ser otro, de verdad; ser y estar tranquilo como una acuarela, pero quererlo no es bastante) . En la incertidumbre fue evidente que tendría que buscarme la vida como fuese cuando llegué a Jerusalén desde Haifa. La angustia la traía desde un baile de carnaval con ocho orquestas y grandes premios en el club River Plate antes de que nadie conociera a Astor Piazzolla. Resulta que invité a bailar a cinco mujeres, una detrás de otra. Esperaban en pie al varón que las sacara a bailar. Esperaban delante de sus madres, que las vigilaban sentadas en sillones de mimbre, y con los brazos cruzados a la altura de los senos miraban con nostalgia a la pista. Ninguna quiso salir a bailar conmigo. ¿Era un sarnoso? ¿Olía mal yo? Me había puesto medio frasco de colonia después de bañarme.

Yo, que estuve más de una vez dispuesto a asesinar con alevosía y bajo el sol cuando vivía en la pensión El Tejar de San Telmo y aprendía a filetear los carros criollos, me sentía ahora una oveja mansa pero no tanto por la influencia de Bossem, como podría creerse, sino por unos intelectuales que conocí en el café Maxim. Hablo de Julio Campal, empleado de zapatería y vendedor de libros a domicilio, y de otros. Fue después del fracaso en River. Campal y los demás decían que si estudiara y leyese algunas obras fundamentales podía transformarme en artista plástico porque talento para la pintura no me faltaba. También podía ser poeta. Cuando les contaba de mis descubrimientos, los muchachos en el taller de San Telmo se reían: «Esos te van a meter una cucaracha en el mate, pibe». Eran los días de Alberto Castillo, cantor del pueblo, quien como se sabe no era un verdulero del Abasto. Era médico. Castillo torcía un poco la boca para ser más viril y nos cantaba «por cuatro días locos que vamos a vivir, ¿te vas a amargar? ¡No, te tenés que divertir!». ¿Quién me mandó a saber algunas cosas? No es que no me lo pregunto a veces. Y qué puedo decir, está hecho, no se puede volver atrás. Lo aprendido, aprendido está. Yo, que pasaba horas con la cucuza despejada, el mate en la mano y fileteando con cuidado, observando de reojo y envidiando a los caballos. Impacientes, esperaban al lado de los carros coceando libremente contra los adoquines del empedrado, o espantaban con sus soberbias y nerviosas colas de pelo grueso a las moscas de alas verdes que venían a comer de las bolas de bosta recién echada. En fin, me ofendieron feo y en vez de reaccionar en el momento, pensé. Lo aprendido. No sólo me sentía una oveja, ahora advierto en Jerusalén que soy  una oveja amansada. No puedo asegurar todavía que soy una piltrafa porque aún oigo en las orejas, aunque lejano, el grito espontáneo y desaforado del rencor y la venganza.

Todo empezó con una pregunta que pudo hacerme reír, y no. «¿Qué se puede esperar de un hombre que calza el 41, un número de espantosa mediocridad?», me preguntó a bocajarro P. (casualmente, un intelectual argentino) apoyando su cigarrillo en un cenicero del café Atara de Jerusalén. Yo le había hablado de un dolor, de esos que todos tenemos por ser imperfectos y del que ya ni me acuerdo. P. lanzó esa pregunta como un desafío, o como si yo, que voy defendiéndome por la vida (vendo los pañales que fabrica Aminadab Bossem), le debiera algo. Se sabe que hay acreedores que creen tener el derecho de insultar a sus deudores. Cuando P. me lo dijo, moví nerviosamente las piernas debajo de la mesa y lo miré con desprecio. No me importa confesar que me hubiera gustado taparle la vista con un escupitajo pero lo que hice (no me gustan los escándalos), fue mandar esa maldita pregunta a la memoria (que Dios me la guarde pero a veces preferiría no tenerla, ¿para qué la quiero?, ¿para qué la memoria?).

Dos días después, en Ir Ganim, sin amargarme más, concentrado en la venganza, agarré el Winco, cubierto por el polvo porque lo guardaba debajo de la cama, lo enchufé en el tomacorriente encima de una repisa donde tengo los libros que me vendía Campal, y antes aún de lavarme la cara, me puse un disco del «polaco» Goyeneche para tomar coraje. Así decidí... matar  a P. ¡Matarlo! Tengo suficiente con mis complejos. A mí nadie me dice que soy «un cero». Lo oía a Goyeneche cantar «Tomo y obligo» y temblaba de emoción. Era un batido de emoción y rabia. Después de todo, alguien soy yo. «¡Atá efes, sos un cero!», me había rematado P. después de tratarme de mediocre por usar zapatos del número 41. Corto de genio, sin nada de gran tamaño que mostrar ( quizá por falta de entidad), no supe qué responder. Yo no sé si usted advirtió alguna vez lo difícil que es responder. Hay que tener algo grande o largo para mostrar porque si no somos como las hormigas, todas del mismo tamaño. ¿Conoce a alguien que se hubiese empeñado en establecer alguna diferencia entre dos hormigas? Para colmo esa tarde en el Atara me tenía a maltraer una caries en la muela de juicio, la única que me quedaba (la otra me la extrajo el profesor Arie Staier en el Hospital Hadasa). P., un pelirrojo agresivo, me inoculó su veneno y lo más campante, como si no hubiera dicho nada, desvestía con la vista a una mujer que se quitaba el abrigo en una mesa vecina. Exhibía un torso divino. El amor propio, que tienen hasta las mansas ovejas, me hervía indignado en el cerebro y en la sangre. ¿Acaso me los hubiese medido si le decía que calzaba el 45 en lugar del 41, con lo que me habría evitado ese maldito e inesperado malestar?, me recriminé. Por dentro me carcomía una conocida y lacerante pregunta: por qué no reaccioné contra el ofensor como un valiente, en el acto y sin dudar. (¡Envidio a los que, amándose a sí mismos, siempre se sienten bien cuando no se dejan pisotear y devuelven el golpe en seguida!). El incidente en el Atara, aunque parezca mentira, ocurrió cuando el diálogo con P. (que debe ser de los que orinan por la rejilla cuando toman la ducha) derivó a los incomparables mocasines argentinos. Yo porfiaba que son demasiado blandos para andar por Jerusalén, ciudad de sube y bajas entre viejas colinas. «¿Y vos qué número calzas?», me largó P.

—El 41 —respondí inocentemente, sin saber qué me esperaba.

Con la última estrofa de «Tomo y obligo» en la boca de Goyeneche salí del edificio de Ir Ganim después de desenchufar el tocadiscos y apagar la estufa Fridman (la compré de segunda mano) para correr por la rampa de macadam hasta el autobús de la línea 20. El 20, enorme al lado de un colectivo de Buenos Aires, esperaba en su última parada de la calle Hanurit. Era la hora de viajar hasta el taller de Aminadab Bossem. Estaba tan caliente con P. por la ofensa que intempestivamente, me pareció, sentí al chofer, también él, decirme con sus ojos marrones y la nariz fruncida: «atá efes». «¡ Atá efes!», repetían a coro con él los pocos pasajeros, incluso los que iban leyendo del libro de los salmos y los enfrascados en el diario Maariv. Poco después, Bossem, hombre sin mella, me hizo olvidar la escena. Me dijo, atusándose el bigote, que se multiplicaban los pedidos de pañales en las tiendas de Gueúla y Sanedria, de los barrios más prolíficos de Jerusalén. Por ello, después de consultar con su mujer, que gozaba de un olfato refinado para los negocios, resolvió ampliar las instalaciones. Esto, insinuó, podría ocasionar mi ascenso. Pero yo ansiaba la venganza.

 

Mario Roth sale en mi defensa

«¿De qué hablás, paparulo? El cero existe y es algo», me consoló Mario Roth, un amigo que tengo. Estaba destrozado por la ofensa, me dolía todo el cuerpo como si estuviera bajo los efectos de una gripe y fui a verlo porque está hecho para tranquilizar a las personas nerviosas. Necesitaba un sedante pero eso no me hizo desistir de viajar con el autobús hasta su casa, en la calle de Antebi. Roth y su vecino Eliahu Litvinof, otro conocido y recién llegado de Buenos Aires, alternaban en aquellos días con Rajamim Abutbul, un chiflado. Era un solterón solitario y medio melancólico, taxista de profesión, decidido a levantar en Jerusalén, una ciudad más o menos bíblica, el primer circo de la milenaria historia judía. Habían descubierto una trapecista ciega de Salónica, pero esto no viene a cuento. También a mí me ofreció trabajo en el circo, como ayudante en la pista, esos que retiran los aparatos, el globo de la muerte o arman sobre el colchón de aserrín los cubos para el salto de los leones amaestrados.

«Hace siglos que se acabó eso de que el cero es nada», me dijo de entrada al explicarle por qué me sentía alterado de los nervios y tan mal de ánimo. (Nos conocimos criticando la grosería y el mal gusto de los «israelis», como los llamaba la Monalisa de Musrara, una amiga de Litvinof). Mario Roth calzaba un 45. Por ser patón se agarraba muy bien al suelo o era capaz de darse el impulso para volar, y volaba. Era un barrilete volando. ¿Cómo volar con un zapato del 41? (es evidente que hay que tener cosas grandes, dignas de admiración, o aguantar). Algo de razón, después de todo, tenía P. Mario, que se mareaba aspirando profundamente en la oscura axila de una mujer, no logró quitarme el complejo que hasta el caracú, y realmente en forma gratuita, como si no tuviera bastantes, me metió P. en el Atara. Delante de toda la gente. Le relaté a Roth con absoluta franqueza (sin mi habitual vergüenza), sin ocultar nada, que el «colorado» me había insultado diciéndome que soy «un cero» y que tenía ganas de matarlo. ¿Alguien le dijo alguna vez a usted que es «un cero»? Es eso, como decirle que es una hormiga, o menos aún. Esa noche, mortificado por el insulto pero calmado de la muela gracias a una píldora de Akamol, me quedé hasta cualquier hora escamotando las piedritas de entre las lentejas para el guiso del día siguiente. No pude dormir, y no porque no lo quisiera. Gracias al valor del cero —quería disuadirme Mario, que ya me veía fumando como un vampiro en una catrera dura de la prisión de Tel Mond si asesinaba a P.—, Europa consiguió el cálculo infinitesimal, la matemática financiera y mucho más. ¿Y vos vas a asesinarlo porque te dijo que sos un cero? «Si me hubiese dicho que soy un cerdo, vaya y pase... sería una ofensa pero al menos sería un animal», repliqué. ¿Ganaría algo matándolo?, me preguntó Roth esperando que abriera la boca y le dijera algo, que hiciese algún comentario. Habrá querido que diese alguna señal de que estaba dispuesto a la reflexión, o que podía arrepentirme, pero yo me planté en mis trece. No había de qué hablar. Las ofensas se lavan o se ensucian.

—¿Dónde está escrito que para ganar algo hay que matar a alguien?

—Es un decir... ¿querés pasarte la vida entre rejas, chambón?

—Vos también, Mario... —me quejé.

—No, no quise insultarte. Perdoname.

Hubiera querido decirle algo para explicar mi furor contra P. porque no me gusta dejar pagando a un amigo. Mario, inmaculado y servicial, estaba preparado para ayudarme en la mala, pero la necesidad de borrar la humillación no sólo matando, asesinando al inmundo pelirrojo —era inmundo y se creía Casanova—, estaba todavía fresca, viva. Me faltaba averiguar cómo arrancarle len-ta-men-te los ojos, hundidos encima de sus gordos cachetes. Ésa era una de las preocupaciones durante las interminables horas de vigilia (horas que tienen garras, doy fe) cuando me apresaba el insomnio y no me soltaba por más vueltas que diera entre las sábanas y pusiese la cabeza encima o debajo de la almohada mientras los gatos en celo maullaban y copulaban sin reparos en la calle Hanurit hasta que llegaban los adolescentes aburridos de la noche y les cortaban la cola con un hacha. En medio de la madrugada iba y abría una vieja enciclopedia que me dejó llena de tierra un abuelo que coleccionaba diccionarios «para estar siempre al día», y buscaba la palabra «cabeza». En general, por mis estudios en la escuela secundaria de Lavallol, recuerdo que los ojos están bien incrustados con el nervio óptico al cerebro dentro del cráneo pero no había visto fotografías o gráficos que mostrasen el lugar por dónde se lo cortaría para extraérselos. Pensé que no me hubiese bastado con asesinarlo. Necesitaría arrancarle esos ojos escondidos en la gordura para que la venganza tuviese sentido. Tijeras tenía. En todos mis simulacros mentales sobre la forma que tendría el asesinato, P. terminaba hecho un residuo. A veces, mientras le corría un hilo de sangre por la comisura de los labios, desde el piso me rogaba como un maricón que no lo matara mientras yo con mi pie en un zapato del número 41 le aplastaba la oreja y la cabeza contra el piso. Lo merecía. Tendido en el suelo exhibía profundos cortes en el cuero cabelludo nevado por una densa caspa. Vistos desde la oscuridad de mi cuarto, los de su cuerpo desnudo parecían rasguños de un gato arisco. Los cortes en el pecho parecían como los que marcan la entrada al bolsillo de un abrigo. De algunos de ellos asomaban órganos que, quizá desprendidos por los golpes que le propinaría, daban la sensación de que flotaban dentro de su cuerpo como los condones usados en el Río de la Plata. Yo le veía o quizá imaginaba su hígado, el esófago o un pulmón de color rosa. Con mi tijera de peluquero (me la regaló el que me cortaba el pelo en Lavallol cuando fui a despedirme porque me venía para Jerusalén) le cortaría la maraña de venas y arterias que sujetan a los órganos. Para eso, entendí, tendría que hacerle un tajo desde el cuello hasta los testículos para separar todas las capas de la piel como hacen los peleteros con las chinchillas, las nutrias, los zorros y los corderos que dan el astracán, a fin de extraerles el cuero. Quería escarmentar a P. por la infamia, matarlo bien, sin pensar más que en el asesinato puro, y arrojarlo de bruces a un basural, como una anónima bolsa de papas, sin remordimientos.

Al principio lamenté que Roth, con sus buenas intenciones para salvarme de caer en el crimen y en prisión, gastara pólvora en chimangos porque mi decisión era un verdadero designio. Lo único que faltaba era que, después de haberlo decidido, pensara en la cárcel y en el arrepentimiento, y me dijesen que soy «un marcha atrás». Yo lo tendré corto pero no retrocedo, los pasos los doy hacia delante, ¿eh? Además, antes de actuar, acostumbro a ensayar mentalmente qué haré para asegurarme el éxito, lo que otros afortunados consiguen naturalmente. Me vi vestido de negro (tengo ropa de ese color que me quedó de una fiesta de Purim del año pasado en el local de la Histadrut) y siguiendo a P. una noche, a una distancia de unos treinta metros, por la calle de Bezalel, el artista de las Sagradas Escrituras. Por allí acostumbraba a volver P. del Teatro del Pueblo, de ver una obra, lo que le daba tema para hablar al menos dos semanas en los bares. En esos días ofrecían «Todos eran mis hijos», me parece que de un tal Pinter, o si no me equivoco —porque los confundo— del novio de Marilyn Monroe, Arthur Miller (los dos son judíos aunque sin alarde, Litvinof dice que son judíos desteñidos). En un tramo oscuro de la acera, cuando se acercaba al barrio de Nahlaot, aprovechando que no había nadie (la gente en Jerusalén se va a dormir temprano, como las gallinas), me exaltaba y con un martillo le encajaba un golpe en la nuca. En una de esas cortas siestas de la vigilia soñé que le daba no uno sino varios martillazos y que P. se desplomaba. Calculé que los golpes le causarían una hemorragia interna. Oí un ruido —y no miento— como el que se oye cuando aplastamos una de esas gigantescas cucarachas de Nueva York con la zapatilla de entre casa al destrozarle la bóveda craneana y perforarle la membrana de la duramadre, que es más resistente de lo que se cree por el lugar donde se encuentra. Hubo noches en que volvía a escucharlo desde el silencio, muerto, diciéndome nuevamente «atá efes», como si estuviera vivo y coleando. Entonces, apasionadamente, en la madrugada me lanzaba a serrucharlo (podía conseguir el serrucho del encargado de la venta de carne en el supermercado de Kiriat HaYovel, otro compatriota argentino) hasta descuartizarlo. Y recordando la foto de Burgos en el diario Crítica, aquel gordo de anteojos que parecía un santito, iba arrastrando los pedazos de P. hasta la bañera para que se desangren. Mi madre desangraba en el patio del fondo la carne de vaca para el yarkoie. Yo se la compraba en el mercado de Once. Ella la extendía sobre una reja de tablas encima de una palangana y le echaba sal gruesa para que la sangre cayera a su interior (los judíos no debemos ingerir sangre ni morcillas, tampoco Pinter ni Miller) y de ese modo la carne se volvía kósher  antes de acomodarla sobre un lecho de cebolla y salsa de tomates para cocinar ese guiso, con un sabor que no encuentro en Jerusalén, dentro de la Marmicoc, una olla famosa.

—¿Te acordás de Burgos, Mario?

—No es de mi tiempo...

—Ese que descuartizó a una mujer...todavía estará en la cárcel.

—Andá a saber...quizá la mina le dijo que era «un cero» —ironizó.          

«El cero, Gerardo Neshamá, no es sólo tu obsesión», me tranquilizó llamándome por el nombre y el apellido. El cero sembró la inquietud durante siglos, dijo. Reconozco que la ofensa de P. me dejó al borde de una crisis porque complejos —creo haberlo dicho— no me faltaban. Tenerlos y para colmo ser «un cero» fue demasiado, un palo en el upite del alma. ¿Usted qué entiende de un insulto así? ¿Cómo lo interpreta? ¿O yo me siento insultado porque sí, porque soy un caprichoso como muchos? «La idea del cero con todas su variaciones tiene unos 2.500 años, y viene de la India, pichón», me dijo tiernamente Mario Roth, ese añorado barrilete. Como se entenderá, más allá de manifestarle qué me hubiese gustado hacer con el insidioso P. después de lo que me dijo en el Atara, nunca le revelé mis planes secretos ni mis lamentables dudas mientras fraguaba el asesinato. Me limité a confiarle que me humilló de tal forma que «lo hubiera acuchillado ahí mismo, en el Atara, si hubiese tenido un puñal», lo cual es un decir, uno de esos deseos vagos que nos sostienen en el andamio de la impotencia. ¿Alguna vez cargué con un arma, por más blanca que sea? ¿No se burlaba mi madre de mi «valentía» cuando juraba con vengarme de los chicos que me golpeaban en la calle cuando volvía de estudiar idish en lo del matarife Iejezkel? La idea del cero y su existencia, precisamente, ayudó a las religiones que aceptan la creación del universo desde la nada o el infinito, algo que para los cristianos era una herejía, me explicó Mario a la vez que dibujaba uno con una guirnalda de florcitas siguiendo el círculo en una de las servilletas del Taamón de las que se llevaba a su cuarto de Rehavia, donde vivía con gran modestia. Para los teólogos cristianos, que leían a Aristóteles, el cero estaba asociado con la idea del vacío, la nada, y por eso no querían saber nada de él, ni siquiera oír hablar del cero. Si Dios está en todas partes, además de ser omnipotente, no hay vacío ni nada que valga, le decían. Dicho de otra forma, resumí —para que me lo confirme Mario y vea que aprendí de él—, «el cero vendría a ser... la nada que es».

—Más o menos eso. ¿No ves que es algo? Algo y... mucho. 

Hasta los cabalistas de Safed y Jerusalén creyeron en la existencia del cero, y desde hace siglos, a pesar de sus enemigos, el cero anda con los demás números, de igual a igual, desde los incas hasta la tradición mística, dijo Roth con su susurrada sonrisa, peinándose la abundante melena rizada antes de sujetar con dos bandas elásticas una coleta rubia y sosteniendo su quena peruana entre los dientes. Mario le buscaba los artistas más extravagantes para el circo a Rajamim Abutbul. «Si querés concretar, dirás que el cero no significa que ´no hay nada´ sino que ´hay nada´ ...¿no te parece extraordinario?», continuó Roth, quien, por ser un amigo verdadero, nunca me habría dicho (quizá en sueños sí) «atá efes». Y no sólo porque el cero es lo que es, y no una nada, como se dice por ahí. La gente no tiene obligación de conocer la historia del cero. Aunque era un militante de la cultura, tampoco sé si P. la conocía. Si la conociera, dijo Roth para reconfortarme más, nunca, nunca habría dicho que soy «un efes».

—Si me lo hubiese dicho a mí, me habría sentido orgulloso de ser un cero... En el fondo, P. es un ignorante —se congració Mario. —El cero derrotó a todos los que se le opusieron y la humanidad nunca pudo meterlo en ninguna de las filosofías. Decíselo a P. cuando lo veas.

—No sé...A veces se enoja si le hago una observación. Se fastidia y

me larga: ¿mí atá bijlal? ¿quién crees que sos? ¡Quién soy yo, me dice! ¿No tengo derecho a hacerle una observación, ni siquiera una crítica, o él lo sabe todo? No seré una luz, lo admito, pero una lámpara de 25 vatios soy...

—Todos tenemos luz, pichón —se rió Mario Roth con mi ocurrencia.

—Quise decir que leí algunos libros (no todos), y más o menos tengo lo que se dice una cultura. No soy un ignorante, como cree P.

—Quizá no quiso decirte eso al decir que sos «un efes».

—Yo no creo. Esa fue una estocada a fondo, Mario. Para mí que lo hizo por envidia... por la novia (algo encogida de hombros) que me eché en el curso de inglés. Me lo paga Bossem por si empieza a exportar pañales. 

No fue nada fácil convencer a Mario de que cuadraba la venganza, que era mi legítimo derecho reaccionar. De lo contrario, mañana, por cualquier pavada, P. volvería a insultarme. No encontré en Mario, ciudadano del mundo, la menor insinuación de que me comprendería si lo asesinaba. Y ni hablar de que se hiciera cómplice por omisión, es decir, sin impedir el crimen si se enterase que estaba para cometerlo de verdad. Cuántos hay que amenazan y después se quedan en el molde. De la complicidad sólo es capaz un amigo al estilo argentino. ¿Hay amigos como los argentinos?

—Yo te digo otra vez con franqueza que me sentiría orgulloso si alguien me llamase «efes», Neshamá. Lo digo seriamente —insistió Mario con tal de no escucharme hablar de la venganza que se avecinaba.

—No te creo.

—Y sí... si entendés lo que significó el cero para la humanidad...

Sin el cero, continuó Roth, no existiría la ciencia moderna ni la tecnología. Aristóteles, otro enemigo del cero, concepto que ignoraba a pesar de todo lo que sabía, estaba horrorizado con la idea del vacío, igual que los teólogos cristianos que se inspiraron en él. Quizá también se hubiera ofendido si alguien le dijese que es «un cero», o un «cero a la izquierda» como dicen en Buenos Aires. Algún día, prometió, me prestaría el cuarto libro de la «Física» de Aristóteles para que viera cuánto aborrecía ese filósofo de Macedonia la idea del vacío, y entendiese por qué refutaba a Demócrito, para quien la naturaleza, toda, está formada por átomos sólidos e impenetrables y... vacíos pues también el vacío, como el cero, es algo.

Yo lo escuchaba simultáneamente con otra voz que, superponiéndose con la suya, me surgía de no sé dónde (quiero ser sincero hasta el fin, cuando Roth mencionó a Macedonia esa voz preguntó si se refería a la ensalada de frutas). Esa voz indómita me hablaba dentro de los oídos con mucha soltura. «Y a mí qué me importa si la ciencia y la tecnología existen gracias al cero», decía esa voz como burlándose de Mario y haciéndome ruborizar (temía que también él la oyera porque era muy clara y alto su volumen). «El cero prosperó entre los indios, los de la India, y fue su principal contribución a la cultura universal, y llegó a Bagdad allá por el año 773», prosiguió Mario mientras yo, como cuando junto las piernas al sentir que voy a orinarme porque creo que va a explotarme la vejiga llena hasta el tope, hacía fuerza para que no saliese afuera esa voz interior que me traicionaba trepando desde los intestinos y que podría molestarlo. Por un segundo pensé que era un muñeco, el pelele de uno de esos ventrílocuos soeces del parque de diversiones en el Retiro. «Después —escuchá, Gerardo— los árabes llevaron el cero a Damasco y a Córdoba...

—¿Córdoba?

—La de España.

... y de la España morisca al resto de Europa». ¿Si escuché hablar de un árabe llamado Al Jwarizmi, o algo así, el inventor del álgebra? «No», dije antes de hincarle el diente a un pepino en vinagre comiendo un humus con tejina en lo de Rajmo mientras bullía afuera el mercado de Majané Iehuda. Sabía que los musulmanes hicieron algún aporte a la humanidad. «Algo escuché », agregué defendiéndome de la ignorancia, «pero a ese señor nadie lo humilló como a mí chantándole que era un cero, entendelo Mario Roth», volvió a traicionarme la voz interior subiendo por la laringe.

 

Bueno, le hago caso a Mario o procedo como un hombre

Debo admitir que los zapatos del número 41, o no tener nada largo, no son lo único que tengo en contra. Es un hecho que no bebo alcohol, ni una copa de vino con la comida, de modo que no soy pierna para nada. Cuando lo confieso y pido agua, los que beben y saben divertirse no lo entienden de primeras, y de segundas pasan olímpicamente de mí. Soy lo que se diría un insulso, ni chicha ni limonada, una especie de hombre a medias. Decirlo de una vez: un idiota. ¿De qué se puede hablar con un hombre que no bebe ni una copa de vino? Como si esto fuese poco, nunca supe contar algo chistoso en sociedad. Soy incapaz, por cierto, de entretener a una platea así esté compuesta por conocidos. Siempre me siento en las filas de atrás porque alguien puede señalarme para que cuente yo un cuento. ¿Y si quieren un «chiste verde» con monjas y curas, o uno de rabinos pícaros?  No veo nada chistoso en lo que me ocurre. ¿Qué voy a contarles? ¿Qué apreté el tubo del dentífrico con tanta fuerza que salió la mitad de la pasta y no supe qué hacer para devolverla al envase? ¿O que dos por tres cierro la puerta de calle y me olvido la llave adentro? Es cómico, y no. Esto con amigos y conocidos pero si estuviese entre desconocidos, creo que me desvanezco y tienen que despertarme con un vaso de agua helada en la cara. Nunca olvidaré el temblor de las rodillas cuando daba los exámenes. Si me pusieran a contar cuentos —estoy seguro— sentiría los testículos, otros que no son grandes, saltando entre las cuerdas vocales. A veces me encantaría (lo pienso con frecuencia) ser divertido. Quizá así, siendo el centro de atención en una reunión, podría atraer a una mujer, que bien me hace falta. Que se acerque a mí y mirándome me dé a entender que quiere conocerme porque le resulto simpático. La simpatía es muy importante, tal vez más, o mucho más, que la sabiduría. Podríamos salir juntos, charlar en el parque al lado del edificio de la suprema corte (los rosales del jardín son allí vistosos), o mirar una película a oscuras en los cines de Binianei HaUmá. Aclaro algo por si no me entendió bien: no es que no me ría cuando los chistes los cuentan otros, pero después de reír a carcajadas y participar (quiero decir que me río con todos, yo no me hago el interesante del rincón), me los olvido. ¿Cómo hacer para retenerlos y poder contarlos en otra reunión con los que no estuvieron en la anterior. No sé qué me pasa, es como que los cuentos, algunos realmente fantásticos para desternillarse de la risa, se me borran de la memoria a pesar de tenerla grande y más generosa de lo que quisiera. Me parece que es lo único grande que tengo. En realidad, lo que estoy confesando para que se me comprenda en mi deseo de venganza no es todo lo que me pasa. ¿Acaso sería capaz de concentrar en uno de esos teléfonos de bolsillo, tan chicos, todos los números que tengo en lugar de llevarlos en libretas que de vez en cuando dejo olvidadas sobre los teléfonos públicos? ¿Y sé manejar un ordenador, que es lo que se debe saber? Esta sí es una lotería. Veamos, ¿usted sabe qué escoger, no se desespera cuando le da al «enter» y en lugar de tranquilizarlo ve que la máquina le muestra en la pantalla una implacable serie de opciones? No se puede preguntar o consultar nada. Yo pocas veces doy en la tecla y me voy al diablo. No creo necesario decir que no tengo un dios que responda a mis preguntas, como los religiosos. ¿Pero por todo esto, y otras experiencias, o por mis poluciones nocturnas, alguien tiene derecho a decirme y afrmar que soy un cero?

 Mario Roth, compasivo, me escuchó con paciencia sin sospechar mi designio. ¿Sabés que es el «terror al vacío»?, me desconcertó (no entendí la relación entre el alpinismo y la venganza que estaba pergeñando en mi intimidad; no me defendería si me incoasen un juicio por asesinato pero, pensé mientras me hablaba Roth, tampoco ayudaría él a la policía cuando me llevarán al juzgado del Migrash HaRusim esposado de los pies).

—...        

—Bueno, el horror al vacío, se dice horror vacui, es el que sentían las personas como vos y yo en la Edad Media y hasta principios de la era moderna. Entre los que no le tuvieron miedo al vacío estuvo un físico del que oíste hablar, Newton, Isaac Newton —el de la manzana— y no porque el vacío está vacío, ¿entendés? Si calculamos los espacios vacíos en el sistema solar siguiendo sus indicaciones (lo precedió Bentley en 1693), vemos que el vacío es diez veces superior al espacio que ocupa la materia.

—Pará, Mario...

—Te lo digo más simple: la proporción de materia es insignificante frente a la enormidad del vacío. ¿Cómo te vas a agarrar un cabreo  porque un presumido te diga que sos un cero? ¡Mirá el vacío que nos rodea!

—Y bueno, ¿qué querés que haga yo?

—Nada, Gerardo. Escuchá: el cero es el vacío matemático porque designa la ausencia de cantidad... pero nadie puede negarle la ca-li-dad.

—Sí, pero qué tiene que ver esto con mi decisión de matar a P. Quiero amasijarlo, ¿entendés? Qué más puedo decirte.

No tardé mucho en comprender que Mario Roth y yo «transmitíamos» por ondas distintas. El veía una mariposa, y, no quisiera exagerar, pero creo que temblaba de emoción. ¿Cómo explicar la existencia de una mariposa en este mundo? Creo que sólo la admiración que puede producir su vuelo entusiasta, como si fuese a ser eterna, justifica su existencia aunque no la explique. Una mariposa no se hace preguntas, si sus antenas son cortas o largas. ¿Quién le diría a una mariposa que es «un cero»? Y si alguien se lo dijese, ¿acaso dejaría de volar con las alas desplegadas? Quizá fue esto lo que quiso decirme Mario Roth. Ya confesé que hay libros que no leí desde que me puse a imitar a los intelectuales para ver si puedo progresar. Lo que conseguí leyendo es ver muchas cosas que antes eran claras, o que no existían, y que sé ahora son complejas e inexplicables. Si pudiese volver a la pensión El Tejar de San Telmo y a filetear carros lo haría sin chistar. Pero ése es un oficio más de los que se van extinguiendo. Cuando me echo en el colchón de paja que me dio una empleada de la Agencia Judía con las uñas pintadas al instalarme en un edificio de Ir Ganim, lo pienso, mucho, y veo que es imposible volver. Por lo demás, en Jerusalén no hay caballos.  

Como no podía sonsacarme hasta qué punto estaba de verdad decidido a asesinar al «colorado» P., más allá de mis aspavientos, quizá conmovido por mi fragilidad (a mí me ocurre pensar a veces que soy frágil), una tarde en el café Taamón, mientras jugaba al ajedrez con Julio Adín, Mario me deslizó «El sello de la tristeza», un relato que releo diariamente para comprender por qué me tocó las fibras. No todo tiene explicación. Los que padecemos de complejos —esto lo sabe todo el mundo— tenemos tirantes y sensibles las fibras como una encía macilenta en la boca. No hay cómo sustituir una encía empantanada; habría que volver a nacer con otra.

 

El sello de la tristeza

Para Issa, uno de los grandes maestros japoneses del haikú, a la fugacidad budista había que agregarle un punto del universo en el que confluían sílabas e imágenes si es que uno quería acceder, como él quiso, a ese pálido, dulce consuelo que es la belleza. Un punto transitorio pero significativo. Issa (1762-1826) creía que este mundo merece que disfrutemos de sus detalles a condición de que, acto seguido, estemos dispuestos a abandonar sin más nuestro gozo o nuestro dolor a la vera de los caminos. Pero Issa fue algo más que un poeta: oía el rumor de las olas a distancia y sin ver el mar, distinguía por su vuelo más de dos docenas de pájaros y se sabía de memoria los horarios de las flores; Issa era amigo de los mendigos y los peregrinos, amaba oír historias en las posadas y leer, en el humo de las varitas de incienso, la dirección de las brisas. Issa coleccionaba naderías con las que luego tejía sus poemas, era un cazador de ángulos, un buscador de partículas de luz en las penumbras de los bosques de cedros. Con todo y disponer de esa preciosa atención, dueño de unos ojos límpidos y sinceros, no podía superar el sello de la tristeza que veía en las cosas.

Issa solía decir que no hay un único maestro para muchas cosas sino multitud de enseñanzas para atenuar una verdad inevitable: la pérdida. Todo nos indica impermanencia, el agua que se escurre, el crepúsculo que se apaga, la mano amada que dice adiós, la taza de porcelana que se rompe, el terremoto que ruge bajo nuestros pies, los heridos por una guerra que no entienden y los niños que, como él mismo, quedan huérfanos a edad temprana y se convierten en un papel arrugado que la madrastra arroja lejos. Ante todas esas pérdidas, ¿qué cosa es la poesía sino un diálogo compensatorio, un pequeño dique de suspiros puntuados por palabras que, semejantes a las cicatrices en la piel, apenas si aclaran el lugar de la herida? Un mediodía en que Issa caminaba por el campo vio una gran mariposa piéride de alas negras a la que perseguía, sin éxito, un hambriento gorrión. La alada fugitiva parecía mareada por el susto, tanto que se golpeó contra una rama antes de desaparecer en las sombras de un jardín. Issa se acercó a la rama y descubrió el rastro del polvo de sus alas. Suspiró emocionado y compuso este poema:

Agitada mariposa

También yo estoy hecho

De un polvo que se desvanece.

Sólo que a él lo perseguía no un gorrión sino el viejo dolor de una infancia desvalida, la incomprensión de los parientes cercanos y la indiferencia que hallaba en las gentes que cruzaban su destino. Se casó tarde con una mujer a la que doblaba en edad, que tuvo cinco hijos y la desgracia de verlos morir. Sobre esa pérdida escribió que no es mejor el destino del rocío sobre los pétalos de las rosas: algo tan grato como un rayo de sol acaba por llevárselo a lo invisible.

Issa compuso unos mil versos sobre animales e insectos porque a su juicio era mejor ser que no ser, volar un instante que no volar nunca. Hacia el final de su vida, una geisha, al reconocerlo, le sonrió. Incluso en la bondad de ese gesto estuvo presente la idea de que ella y él eran un polvo que tras aletear se desvanece. 

 

Mario Roth me entregó el relato automáticamente, sin darle demasiada importancia al acto, casi sin mirarme, lo que me ofendió un poco. (Era un bohemio que se curaba de la mufa echado en las alfombras de un árabe, un tal Mohamed Al-Kindi, con quien intercambiaba lecciones del Corán por otras de Kabalá.) Ese día, quizá Adín, quien raramente perdía una partida (o una mujer), estaba por cantarle o le había cantado un jaque mate y esto los distrajo de mí. Llevaba el ejemplar de El sello de la tristeza en su pequeña bolsa de lana, tejida por alguna curtida y anónima indígena peruana con el sombrero echado hacia la nuca y la trenza adornada con un moño rojo sobre la espalda. La bolsa le colgaba del hombro y dentro de ella tenía la quena que había traído de Machu Picchu para enriquecer las tardes de Jerusalén con un sonido que le recordara el del jalil de los antiguos pastores de Judea. El relato, que leí por primera vez delante de una cazuela con lentejas (soy de los solitarios que leen cuando comen), me impresionó pero, aún así, era evidente que los argumentos que Roth esgrimía cuando nos veíamos para elogiar la figura emblemática del cero y recordarme que «del polvo venimos y al polvo volveremos», no aplacaba mi rencor ni la sed de venganza. Para qué voy a mentir. Mario, obvio, no soportaba la violencia. Pero las cosas como son: él reconocía su lugar y su sombra en el ámbito de la naturaleza, un teatro de óperas, cuando a mí me costaba salir de la escenografía de mi cuerpo o del barullo de mi cabeza.

Con «El sello de la tristeza» habrá querido convencerme en un intento final, como quien recurre en última instancia al Tribunal Supremo, de abandonar la idea del asesinato, y en el peor de los casos buscar otro tipo de venganza. ¿Pero cuál? Si P. me dijo que soy un cero, ¿tendría que decirle yo «y vos P. ¡sos un pelotudo!»? ¿Esta sería una represalia digna? Leí varias veces el relato de Mario —me doy cuenta de que es un poeta— y delante del espejo del botiquín del cuarto de baño, que adorné con las calcomanías de mujeres en bikini (obsequio de los muy pocos pero entrañables fileteadores amigos de Buenos Aires en la despedida de La Boca), me aconteció por primera vez algo en lo que nunca había pensado en Ir Ganim, y menos en San Telmo. Me hizo meditar en algo bastante filosófico: hasta qué punto mi destino, el de Gerardo Neshamá ( yo me observaba desde afuera), es mejor que el del polvo casi invisible y volátil que lleva sobre sus alas la mariposa blanca y negra del desdichado Issa, o que el destino de la gota de rocío. Esa gota que cae airosa sobre el pétalo de la rosa y que el sol en llamas, incrustado en el cenit, seca y reseca inexorablemente sin verla siquiera con su rica prepotencia, y no siempre gratamente, para dejar sentado una vez más quién es aquí el jefe.

Después de leerlo una y otra vez, tengo que reconocer, el relato de Mario Roth comenzó a «rajar la caja fuerte» donde guardaba el secreto designio. No es que su lectura me hiciera desistir de matar a P., que de mariposa no tiene nada, no se trata de eso. Creo haber aclarado que yo no doy pasos atrás y tampoco soy muy sentimental que digamos. El efecto del relato fue hacerme pensar en que también el infame P., después de todo, es un poco de polvo. ¡Bah! Un infeliz. Mi novia, T.K., me dice exactamente lo mismo cuando después de un regio polvo hacemos proyectos. Dicen (no Mario) que la venganza es el placer de los dioses, y yo no soy ningún dios (lo tenga corto o largo, odio mentir lo que no soy). Roth, que se las trae, me dice que «la venganza es un placer solitario que a veces se transforma en venganza social: entonces se llama justicia». Si lo pienso fríamente, ¿qué placer sentiría yo con devolverlo a P. al polvo? De todos modos, nos va cayendo encima, aunque no lo veamos, desde que nacemos hasta el día del entierro, cuando los sepultureros nos deslizan despacito a la fosa.

Pasaron unos días y observando una pared desconchada de mi vivienda (mis futuros suegros ya gestionaron una hipoteca para comprarnos otra) sentí que, en realidad, la ofensa de P. fue mayor. La ironía radica en que él no recuerda nada. La gente es así. Con su conocido desparpajo, quizá por divertirse un rato, también me dijo que « los que calzan el 41 lo tienen corto». Como hubiese barruntado cualquier persona normal, entendí que P. se refería a lo que La Monalisa de Musrara decía que «los hombres asquerozos  llevan entre las piernas y los más asquerozos entre las manos». Pero no, parece que la intención de P. fue (de esto no tengo certeza) dejar en claro que los que calzan zapatos de ese tamaño tienen el paso corto. Habrá querido decir que por más que corran no podrán alcanzar el éxito, lo que él consiguió a paso largo y andando con decisión, pisando fuerte. «Estamos en un sociedad de inmigrantes, el que no corre vuela y todos a sálvese quien pueda», me dijo masticando una boquilla negra y echando al cielo raso del Atara el humo amarillento de su cigarrillo Time mientras jugaba sobre la mesa del bar con la cajetilla, como si un instante antes no me hubiese insultado. Al decir que soy un cero quiso decirme —nadie me convenza de lo contrario— que soy una persona insignificante, sin significado, aunque Roth pretenda que debo sentirme orgulloso. Yo lo entiendo, pero no puedo. Yo debí reaccionar ahí mismo y zamparle que por más «cero» que él crea que soy, yo tengo mi identidad, y tres a falta de una: judío, israelí y argentino hasta la muerte.

Cuando imaginé durante el insomnio que lo atacaría a la salida del Beit Ha´am, el Teatro del Pueblo, con un martillo, o con un escoplo que no sé cómo llegó a mi casa, estaba tan irritado con P. que no tomé en cuenta los mil y un detalles en la preparación de un asesinato. Hay que tener un poco de sangre fría para semejante planificación. Tenía delante de mí tres o cuatro hipótesis e imágenes claras: P., como lo hacía en Villa Crespo,   va andando por la acera y silbando bajito (como muchos intelectuales se sabía de memoria cien tangos o más) a eso de las once y media de la noche (que es cuando dejan de operar los autobuses), yo salgo de detrás de una ochava vestido de negro con el martillo y le asesto con todas mis ganas, sin la menor compasión, un martillazo en la nuca, P. se desvanece sin ver de dónde le cayó el golpe y yo, arrastrándolo agarrado de la cabeza sangrando o con un gran hematoma... ¿hacia dónde? Buena pregunta. Por más que no hubiese gente caminando a esa hora por las calles, ¿acaso nadie me vería arrastrando a un muerto hacia el barrio de Najlaot, donde vive? ¿Y si de pronto pasara por la calle algún ciclista entusiasta e idealista de los que combinan la respiración del aire incontaminado de la noche con la saludable fatiga y la desintoxicación muscular? Llevaría a P. a la rastra para sumergirlo en la bañera de su mísero apartamento, peor que el mío. Le extraería del pantalón la única llave (los inmigrantes tienen pocas llaves) del llavero confeccionado con cuero de vaca. En este punto de la acción que iba pergeñando me asaltaba una duda: en Jerusalén, donde cualquier desconocido en el autobús investiga para qué vinimos a Israel, si nos perseguían en la Argentina, cuánto ganamos por mes y la información más completa posible sobre nuestro estado civil —si estamos solteros pueden presentarnos una chica fantástica—, y preguntas acerca del trabajo y si el sueldo nos alcanza, o sobre el origen de nuestros padres (casi todos viven buscando parientes) por si fuésemos de una misma familia, ¿alguien que no sea un ciclista enamorado de su salud  —me preguntaba yo— disimularía a un asesino que arrastra un cadáver en medio de la noche?     

¿Y qué ocurrió?

Una vez que salen de su encierro en la mente, es difícil frenar las divagaciones, no sé si le pasa. Sobre todo en la madrugada, cuando se llena de vacío la noche. ¿Podemos frenar el pensamiento? No sé cómo ocurrió. De repente, se me dio por  pensar que P., tan listo él, no será un linyera  pero tampoco es un señor. P. no es más que yo. Digamos la verdad, es un pelagato. ¿Quién es P. para que yo me sienta ofendido por él? Este pensamiento, o quizá mejor sea decir este sentimiento pensado, empezó a trabajarme un día después de que Aminadab, quien todo el tiempo me hace acordar por el físico a Edmundo Rivero (q.e.p.d.), llevándome con su gran mano peluda sobre el hombro a un rincón apartado del taller de confección, donde de vez en tanto fumábamos con narguile, atusándose las puntas del bigote tupido como el que llevaban los policías ingleses en Palestina, me reveló que habían hecho cálculos con su señora y que pronto fabricaríamos pañales musicales. «Se sabe, lo dice el diario, que la música aplaca los nervios y el llanto de los bebés», me indicó con la seguridad de un psicólogo sin dudas. Bossem, oriundo de Bagdad, creía que terminarían siendo millonarios. En tal caso, ¿qué futuro me espera, así fuese verdad lo que dijo P. de mí? ¿Dónde estará él, dónde estará ese pobre infeliz, cuando yo me compre el coche Volkswagen? (Lo quería de color rojo aunque todos digan que por el calor seco que reina en el desierto de Judea, sobre el cual se asienta Jerusalén, es mejor el blanco.)

         —¿Ese coche te gusta? Es alemán...

         —¿Y qué? Primero tengo que aprender a conducirlo.

         —Yo no compro nada que venga de Alemania

         —El pasado pisado, señor Aminadab.

Aquellas preguntas apuntaban a un cambio, como si se me hubiera aguado la firmeza con que quería eliminar a P. «Se te encendió la lamparita, Gerardo», se entusiasmó Roth cuando le confié ese incipiente cambio de ánimo. Antes, al ver que no me calmaban sus argumentos contra el asesinato, me había sugerido que una tarde fuese con él a lo de Mohamed Al-Kindi, dueño de un pequeño local encalado y con una higuera que asomaba por un tragaluz junto al lúgubre bar de la Puerta de Damasco. A toda costa quería él liberarme de la obsesión del asesinato. Yo empezaba a estar indeciso. En el local también conocí a l doctor Cerebrino Mandri, quien me llamó la atención por la forma de vestir. Los zapatos los llevaba con tacón porque era corto de estatura como yo (que nunca calzaría zapatos con tacones), y tenía un traje a cuadros grandes con un chaleco ajustado igual a los míos en Buenos Aires cuando empecé a concurrir al Petit Café. El detalle en su facha era un péndulo que parecía de cristal de cuarzo. Yo no le pregunté nada, pero humedeciéndose los bigotes que le cubrían el labio inferior, me detuvo en la puerta mientras Al-Kindi y Mario Roth conversaban y comparaban no sé que sura del Corán con la Kabalá. Me pareció un tipo raro. ¿Quién anda de traje y chaleco en Jerusalén, donde todo se hace en sandalias y sin corbata? Recién llegado de España, me preguntó si era necesario algún permiso policial para llegar al Monte Moriáh porque ahí estuvo el templo del rey Salomón, y uno nunca sabe con la burocracia. También yo debo haberle parecido medio extraño por la forma con que me observaba. Le dije lo primero que me vino a la mente: «¿Sabe qué?, quizá le convenga consultar a algún agente de facción» porque yo, sinceramente, no lo sabía. No iba a ponerme a explicar cosas que no sé, como hacen los israelíes, incapaces para admitir la ignorancia. Pero mi inocente respuesta le dio alas para informarme «en un pie», al reguel ejad, como dicen los nativos, de una compleja teoría (dijo tener varias). Se ve que estaba solo y necesitaba hablar con alguien. Lo noté de inmediato. El reloj me decía que era hora de volver al taller de Bossem pero aun habiendo dejado de ser sentimental reconozco que me dio cierta pena y decidí demorarme dos o tres minutos para escucharlo; afortunadamente, Mandri hablaba rápido. En síntesis, me dijo que había extraído la teoría de un manuscrito que encontró visitando el Monasterio de Montserrat. Lo redactaron unos herejes del siglo XI o XII a los que llamó «cátaros», para quienes sólo había dos principios, el del bien y el del mal. Como quien diría en San Telmo «al pan, pan y al vino, vino». Y parece que esa convicción los llevó a despreciar los sacramentos —nada de bautismo, misas, confirmaciones, eucaristías, matrimonios o extremaunciones— y a justificar el suicidio. Por motivos que no alcanzó a explicar y por las presuntas relaciones entre el texto y su gran objetivo, hallar la «aguja de oro de la eternidad», que no tuvo tiempo de explicarme pues tenía que correr a la parada del autobús, a partir de ese manuscrito el doctor Mandri se puso a buscarla por todas partes. En su opinión, orientándose con el péndulo de cristal, esa aguja estaría incrustada en el Monte Moriah de la vieja Jerusalén, donde el patriarca Abraham estuvo a punto de inmolar a Isaac,  debajo de donde los sacerdotes del rey Salomón tenían el gran santuario con los pergaminos de las Sagradas Escrituras (que yo sepa, nada que ver con los que encontró el pastor beduino en una cueva frente al Mar Muerto). Mandri, que llegó hasta la amistad con Mario Roth, estaba persuadido de que en posesión de esa aguja de oro podría adelantar o retrasar el tiempo a su voluntad. Lo más difícil era descubrir la aguja que ahora intentaría descubrir en Jerusalén. («Dios mío —me soné la nariz pensando de pie en el atestado autobús para Kiriat Moshé —, de filetear carros en San Telmo a la pesquisa de la 'aguja de oro de la eternidad' en Jerusalén... ¡la pucha, che!»).

Pero este episodio pasajero, digno de semejante y enigmática ciudad, me apartó por unos momentos de la obsesión criminal. En lo de Al-Kindi, un hombre calvo y con un ojo de vidrio confeccionado por un célebre oculista de Londres, John Clark Jr., Mario tomaba un té con menta y se curaba de los desamores sentado sobre una de las alfombras que alquilaba para meditar. «In this blace you will learn about love and beace», decía a quien visitara su «tienda de olvidos y apariciones». A Cerebrino Mandri lo trataba de «señor» o «doctor». El día que lo conocí estaba recostado en el Tapiz de la Predicción, junto a un mapa en miniatura del casco viejo de Jerusalén que estudiaba recorriendo un rosario musulmán. A mí, que tengo «mi propiedad de nervios», no me hizo fu ni fa, para qué voy a mentir. Le pagué y me fui. Al-Kindi proporcionaba distintos nombres a sus alfombras y tapices tejidos en las tiendas beduinas de los alrededores de Belén y el Campo de los Pastores. La que solía alquilar Mario, poco usada, era la  alfombra de la irremediable soledad del poeta (textual). Erguidos y sentados con las piernas cruzadas como los monjes del Lejano Oriente o reclinados sobre las alfombras como los jeques acariciando su rosario de cuentas, sus clientes, por efecto de un imán en forma de herradura que colgaba de la claraboya y les «chupaba» o enrarecía la memoria, podían olvidarlo todo, desde los sordos y densos odios, o la política que empapaba la ciudad, hasta las penas íntimas e incluso comerciales cuando escaseaban los turistas. Al-Kindi prometía y cumplía. Por una pequeña donación, los visitantes respiraban hondo, terminaban el té con las hoja de la menta pegadas al vidrio del vaso, y se marchaban con el ánimo purificado.

 

Sigue decayendo el deseo de la venganza

Bien. Embalado como los que corren con la jabalina para dar el gran salto (así me soñaba a menudo antes del asesinato), me levanto un día con sol en Ir Ganim, uno de esos soles completos y erectos que atraviesan las capas de la Jerusalén Celestial y, mientras tomo el café mirando el obelisco en una lámina de turismo, me entra a la cabeza otra pregunta: ¿Me conviene ir a la cárcel por semejante imbécil, que no tiene dónde caerse muerto, sólo porque cree que soy un mediocre, un cero? Seré un mediocre pero si Dios quiere con un Volkswagen. Y simultáneamente volví a los planes de la venganza, que cambiaban a medida que me alejaba en el tiempo de aquella tarde con P. en el Atara. El doctor Mandri (que finalmente no encontró la aguja) me dijo un día, al cruzarnos por la calle de Yafo a la altura de la librería de Steimatzky, que no hay quien pueda vencer al tiempo que pasa, que a veces cura y otras consolida, «endurece» las penas. Por esto, me explicaba como un profesor atento y echando a volar el péndulo de cristal, estaba buscando la aguja de oro para controlarlo. No me daba cuenta de que el rápido pasaje de un plan a otro —hoy estaba decidido a asesinarlo sin más y mañana me llenaba de preguntas— hablaba en cierto modo de mi capacidad creativa pero a la vez debilitaba mi férrea voluntad de liquidarlo. En esto hay que ser como los herejes cátaros. Esta vez, llevando automáticamente la taza del café a la boca, con la mirada fija en la lámina, viendo a los que del tamaño de una hormiga caminaban al pié del obelisco, o esperaban cruzar la peligrosa avenida 9 de Julio frente al Trust Joyero, me dije que quizá fuera mejor llevar a cabo el asesinato en forma más simple y segura. ¿Por qué complicar lo que puede resolverse sencillamente y sin correr riesgos? Sólo tendría que conseguir una pistola, cubrirla con un pañuelo para no dejar las huellas digitales, o enguantarme, y en la primera oportunidad descerrajarle un balazo en la boca, perforarle la garganta y las amígdalas si las tiene aún, y que le atraviese la úvula (la campanilla) antes de huir. ¿Quién te agarra? Un balazo no me expondría como un blanco móvil si eligiera darle un martillazo certero y tuviese que arrastrarlo por la acera para descuartizarlo en la bañera, que tampoco es demasiado grande. Este era el castigo que me hubiese gustado propinarle para que aprenda. Más que secarle la vida como los pioneros que secaron el pantano del Jule, lo que quería era saber que sufría. Y esto último no lo conseguiría con una pistola para balas de nueve milímetros, casi de juguete. Pero algo es algo, me conformé al examinar el nuevo plan de muerte. En una armería de Tel Aviv me informe del precio, poco asequible para mí.

Creo bastante evidente que aquella primera pregunta sobre la conveniencia de asesinar a P., fue la que abrió las compuertas en la esclusa de mi alma. No es que me arrepentí de nada, pero asesinar a P. habría sido otorgarle una importancia que no tenía. Así, retrocedí poco a poco al advertir que al fin de cuentas quien me había insultado era un pobre diablo que no merecía siquiera que me ocupara de él. De verdad, un cero. ¿Que él había leído La náusea de Sartre a los 18 años y yo no? Yo empecé a leer El capital  a los 19 y antes las novelas de Bernardo Verbitzky. Bueno, es cierto, y se lo dije cuando me lo dijo, como lo digo siempre para no engrupir a nadie, que hay algunos libros que no leí. Empecé a leer tarde, después de abandonar el arte de filetear carros en San Telmo (todavía no vi ni uno, ni un sulky, en toda Jerusalén). En fin, la sincera reconsideración de mi plan original para terminar con P. y lavar su insulto como los bomberos de Jerusalén lavan la sangre derramada después de los atentados palestinos, coincidió con el montaje para la fabricación de los promisorios pañales musicales (los israelíes compran cualquier cosa) en el nuevo taller de Aminadab Bossem. Está en unos cien metros cuadrados del insulso barrio de Kiriat Moshé. Palestinas y marroquíes, las únicas que van quedando entre las que saben coser, constituyen la gran mayoría de las trabajadoras. Bossem, que tiene buen concepto de los inmigrantes argentinos aunque nos llame «palabritas» por lo mucho que hablamos, me puso de capataz. Y leo en los recreos. 

También pensé en mi novia que me quiere a pesar de tenerlo corto (¿me esperaría mientras yo estuviese papando moscas en la cárcel de Tel Mond?) y me afligí por mis futuros suegros, que prometen ayudarnos cuando nos casemos y no ven la hora de ser abuelos. ¿Cómo podría hacerles esto cuando ya les faltan las últimas firmas para conseguir la hipoteca en el Banco Tfajot y pagar el anticipo para comprarnos un apartamento? Y otra cosa más, ¿podría hablar por teléfono a Córdoba desde la prisión? Mis padres residen en La Falda ¿Cómo les explicaría que en el país de los judíos a su hijo, educado para amar al prójimo, lo metieron entre rejas por un crimen alevoso? Fue haciéndome estas y otras preguntas que mi designio original, en un principio largo y firme como un palo de amasar empezó a achicarse y a tomar la forma de una arrugada pasa de uva. 

—¡Hola, Gerardo! ¿Qué decís? —me preguntó P. a los pocos días, al verme en el Atara repasando «El sello de la tristeza» para comprenderlo mejor.  

—Bien. Todo en orden... —respondí todavía medio resentido con él.

—Me contó este muchacho amigo tuyo, Mario Roth, que estás vendiendo unos pañales musicales y te vas a comprar un coche...

—Sí, un Volkswagen cero kilómetros —le dije (¡Tomá!).

Si hubiese sido por mí y no por los otros, a P. —de verdad— yo lo hubiese asesinado, qué quiere que le diga.

* * *

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© 2007, Elías Scherbacovsky
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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Scherbacovsky, Elías: «Atá efes o la venganza de Gerardo Neshamá» , en Ciberayllu [en línea]

710 / Actualizado: 16.05.2007