«(…) Pero tenemos derecho a una partícula de sol donde no se prostituya la fina línea de nuestros perfiles.....»
Traslúcido, emergiendo de las sombras de sus pensamientos, eso dijo,
el Viejo de la Tundra dijo, mesándose las barbas canas dijo,
y calló y alargó sus descarnadas manos sobre nuestras frentes, y se diluyó en la oscuridad de la gruta.
Un légamo de marisma se desprendió de mis sienes y el torbellino de luz arropó mis nudillos;
y desde entonces, el retintín de su voz hace eco en cada zancada que doy, y mi voz es un torrente de cantos donde el amor y el odio fluyen con la cadencia y pertinacia de las olas del mar.
Y crezco, eucalipto de fiebre.
Mis sandalias aún ayer estaban nuevas y ato a diario sus tiras a mis piernas.
Toda la humanidad se asoma a mis ojos y se apoya en mis espaldas, cuando tomo mi cayado.
Es noche aún y tiemblan de frío las estrellas y todo es penumbra, como en el fondo de mi paladar hambriento.
Allá, allá, la Estrella de la Mañana dispersa sus gotas de silencio.
Siento el peplo del dios de la furia en el ventallo.
Sumida en su mutismo, palpita la tierra, como un mar calmo, repleto de corrientes submarinas bramando silenciosas a punto de erupcionar.
Voy por el alféizar de la mañana; pero las sombras aún me husmean los cabellos.
Tierno es el aire unimismado con el olor del alhelí, al instante en que no hay luz ni oscuridad, y el mundo es aún espera.
Y no existe noche ni día. Todavía.
Atrás, bajo el hielo, dejo mi casa, y doy un paso —luchador alelado en el instante del desvanecimiento— agobiado por el topeteo de las nubes: tropel, allá, al fondo del horizonte donde las parihuanas emigran anhelosas.
No tengo dolor ni querella en la mirada. Es la hora donde vibra el fluir de mi sangre en las arterias.
Mi amada, la de los cabellos en fuego, la que a sus palabras añadía la dulzura del silencio, cuida las yemas de las plantas, cuitada, rebelde y tierna, día a día. Y no teje ni desteje: sabe que los caminos se construyen paso a paso, con el hervor incansable del gladiador frente a la fiera, y que no en vano se cruzan los farallones del amor en pugna por el arcano del mañana.
Doy un golpe de remo y mi canoa apunta hacia el centro de las aguas donde la bruma vela el fragor de las llamaradas.
No soy ya el aprendiz de bípedo que soplaba en el madero y el pabilo de la primera chispa, para olvidar el sabor de la carne cruda.
Dejé mucho tiempo atrás la pertinacia para pasar del pedernal al círculo y madera y aires de capuchas vulcanizadas.
No cargo en bandolera el arcabuz ni cuelgan de mis caderas el tahalí y el morral de cuero. Ya no acaricio en mi talega el sereno rictus del conejo yerto con la nariz ensangrentada.
Aprendí hace mucho a dominar el viento transportando mi peso en los aviones.
Y ahora si voy sobre estas aguas en ligero bajel, es porque la paciencia anida en mis comisuras y degusto el silencio como una fruta. Y porque, seguro, en mi morral de ante reposa el ordenador diminuto que me permite abarcar el orbe a través de los satélites.
Pasó el tiempo del arco y de la flecha. Otra es la lid y a ella me apresto.
Escuchad:
Una vez untaba mi piel con aceites de linaza,
amarraba mis cabellos con diademas de jade,
mi cintura ya ornada por las diminutas cabezas de mis enemigos más respetados.
El curare o el rifle eran las elecciones según el mundo sombrío que debía barbechar.
Imaginaba el velar de las armas de metal frente a los pozos de agua prístina.
Pero gira la tierra y no gira lenta escaldándose las entrepiernas.
Sus goznes se aceleran y la turbia sequedad de los números, anuncian que la arena se desliza y la clepsidra gorgotea sin retorno.
Ahora he aprendido: alimento mi cerebro con cifras binarias y calculo el grosor de los rayos luminosos, que deberán perforar la coraza de monedas del agigantado monstruo de rapiña que campea en la tez florida de la tierra.
Voy en pos del Infame.
Sumido en el fondo del pozo de mis pensamientos, rumio, sobre el bajel, en estas aguas nerviosas que reflejan la hoguera inmemorial, el modo más sublime de morir, si fuera necesario.
Y suelto la carcajada entre el silencio de las brumas, asustando las miríadas de zancudos.
Porque comprendo la pequeñez de mi orgullo: soy uno más entre miles de millones, creyéndose uno solo.
Ah, el alba se aproxima, donde la humedad del pasado se diluye con un vapor de mercurio.
Veo con nitidez azogada cómo el Vultúrido Infame otea y, ubicado el movimiento, vuela y, luido en el torbellino del aire, se lanza entre las tropillas y caza y mata sin cansancio; y se metamorfosea entre las astas de los pedregales y masca los tendones, rasga las pieles, tritura las vísceras, regocijado, con los ojos repletos de tornasoles rosados, temblando de nerviosidad insana.
Veo las heridas de su sombra rayando los contornos de la tierra, como amo que no sabe que sus venas llevan la esencia malograda. Que no sabe que vive, fuerte, sus estertores últimos.
Yo ahueco mi garganta para que los murmullos cobren sonoridades de tumulto y avalanchas.
Tan pronto recalo en las riberas del lago sagrado con sus aguas heladas y dialogo con los hombres de mirada hierática, como desciendo al costado de los farallones, entre el chisporrotear salado de las espumas, y hablo con voz plagada de silencios con los jinetes de los caballos de totora.
Avanzo entre los tremedales de nenúfares, sobre cuya floresta el sonido de la respiración se hace un tubo repleto de ecos, y doy la voz a los hombres de narices perforadas y signos de achiote bajo los pómulos. Y dejo el remo y calzo el cuero con toperoles de acero, y, puesta la máscara de lana, gutural, discuto con los guardianes de la montaña, donde aun hierve la nieve.
Y todos repiten en coro silencioso repletos de dulzura: la hora de hacer parir al mundo ha llegado.
Sólo entre nuestros dedos está el palpitar de la Alborada...
Y esas voces saturan mis carnes, como limaduras de vidrio y miel, empujándome a palpitar en el centro del Fuego.
[…]
* * *