Había planeado esos días en la cintura litoraleña desde siempre... Llegó por fin el momento de saltar del río a la tierra y conocer, paso a paso, el suelo que había sostenido las pisadas de sus ancestros amazónicos. Era una alfombra inquietante y profunda, que palpitaba con todos los tonos de verde cuando Ariel iba avanzando, muy lentamente. La costa se convirtió muy pronto en selva y la densidad de aquellas imágenes, de brazos añejos y hojas hambrientas llegó a entremezclarse con su propio sudor y el ritmo acechante de su corazón. Nunca habría creído que la espiral de sonidos que lo envolvía podía parecerse tanto al silencio como a la más bulliciosa multitud.
Ariel sabía que su sangre se encontraba a gusto allí, pero era su cabeza la que se esforzaba por mostrarle los peligros, las sombras de aquel lugar. Una mano gigantesca le empujaba la espalda, casi apurándola por un supuesto camino que él intentaba seguir y, que indudablemente, no recordaría para regresar. La humedad y el calor hacían que los tules mismos de la selva lo fueran envolviendo como una telaraña, vuelta y vuelta, y se le fueran encimando sobre aquella piel de ciudad: se sentía como un enorme copo de azúcar verde, como un ovillo de hilo en la punta de aquella rueca que se hundía en la tierra.
Así, mareado por tantas sensaciones, vencido bajo el peso de tanta selva, fue avanzando, ya sin saber siquiera por dónde estaba el sol que caía en finas gotas por entre las lianas y los helechos que se entrecerraban para formar un cielo que nunca había estado tan cercano.
Se sentía abrazado, atrapado... sus ojos eran ahora espejos de esmeralda, aguas temblorosas ante tanta vida... sus pulmones no podían distinguir aquel sabor de savia en el aire, tanta semilla, tanta promesa de eternidad en cada bocanada. Ariel comenzó a sentir cómo sus pies elegían ese preciso punto en la tierra, cómo su voluntad se deshacía en cenizas que hacían el suelo más fértil, cómo su cabeza luchaba por escaparse de aquella prisión que sus propias piernas decidían erigir allí. Sus manos se alzaron al cielo, intentando escapar por entre las lianas, buscando el segundo cielo y el tercero... Su cuerpo se hizo alto, se extendió hacia arriba y hasta el vientre mismo de la tierra... sintió él también cómo las raíces le iban atravesando la carne y cómo las nervaduras lo extendían, lo abrían cada vez más.
Y fue árbol, sus ojos vieron ese interior de nudos y corteza dura pero frágil, mucho más viva que la coraza que lo había acompañado siempre antes, vieron sus venas, llenas de néctar verde y vieron su espíritu... aquella niebla blancuzca, mezcla de verde y plata que se colaba entre las hojas y se fundía con las demás. Fue árbol y desde ese mirador silencioso, con la pausa y la paciencia de quienes hablan sin palabras, llegó a entender las verdades que le habían estado vedadas cuando sólo era Ariel, el que se adentraba en la selva sin entregársele.
El centro de su piel, ahora vestida de tronco y de madera, bullía y se mecía, como las ondas del río contra los pastos de la costa, con la vida que le subía por las raíces y la vida que le bajaba desde las ramas. Comprendió las palabras de su abuelo, que hablaba del estado de éxtasis que provocaban las lianas, pero que él pensaba que sólo eran dichos de un anciano ya frágil y encorvado. La sangre de las lianas era la llave misma para aquel encuentro, era un elixir con el que quimeras y realidades se fundían en un mismo mundo, en un mismo ahora. Y abrían paso a ese otro Ariel que ahora podía ver con ojos de árbol y sentir el murmullo de la selva tan propio como si estuviera dentro de él, como si naciera de él, como si dependiera de él.