Literatura

Ciberayllu
13 febrero, 2008

Tres cuentos breves

 

Jorge Díaz Herrera

 

1

De Pan Crudo a Pan Crudo

Pedro Chávez tenía dos afanes constantes: asentarse la corona de los cabellos erizados y sentir el gusto de ser llamado Doctor. Y consiguió una oficina respetable donde hizo colocar sobre su escritorio la placa de fondo negro y letras amarillas de Doctor Pedro Chávez - Asesor. Pero nunca pudo librarse de la insoportable mortificación de saber que lo llamaban Pan Crudo: un remolino sofocante le recorría el cuerpo y terminaba agolpándosele en las orejas. Sin embargo, nunca nadie lo vio encolerizarse: sonrisa mansa y traje nuevo, transitaba por las oficinas haciendo notar su rivalidad con el abogado Roberto Tantaleán y el privilegio de ser el asesor preferido del General. Una mañana amaneció por los pasillos la noticia de se va el General, lo cambian por otro. Y Pedro Chávez invitó aquella tarde a almorzar al abogado Roberto Tantaleán: y ya es hora de dejarnos de cojudeces, Roberto. El abogado Tantaleán bebió varios vasos de cerveza y respondió, palmeándole un hombro a Pedro Chávez: por supuesto, mi querido Pan Crudo. Y Pedro Chávez percibió el remolino sofocante agolpándosele en las orejas: no empieces  a joder, carajo, pero si te digo Pan Crudo por cariño, hermanito, te digo que no me jodas. Y la reconciliación se esfumó. Y asistieron a la presentación del nuevo General, de quien el General que se iba dijo mi sucesor es un caballero a carta cabal, y les pido pues, ¡ya!, le den al General López el apoyo, ¡ya!, el apoyo que en todo momento han sabido brindármelo a mí, ¡ya! Y el abogado Tantaleán carraspeó en busca de atención y dijo engrosando la voz: permítame, mi General López, darle  la bienvenida a nombre de todos mis colegas de trabajo aquí presentes y del mío propio, yo soy el abogado Roberto Tantaleán y trabajo junto a la oficina del doctor Pedro Chávez, a quien llamamos cariñosamente Pan Crudo. Y el General López palmeó el hombro de Pedro Chávez y le dijo sonriente: así que nuestro querido Pan Crudo, ¿no? Y el apodo se hizo público y Pedro Chávez cayó en un abatimiento que se acentuó cuando el apodo se extendió a su mujer, a sus hijos, a su secretaria, a su escritorio, a su cartapacio, a su modo de caminar, a su oficina y a todo cuanto de una u otra forma constituía parte de él. Y Pedro Chávez se presentó ante el General López: quisiera pedirle mis vacaciones, mi General, tengo ciertos asuntos familiares muy urgentes, échate tu buen descanso Pedro, ah, y cuídate no más de comer mucho pan crudo. Y ahora, ya después de los treinta días de las vacaciones, Pedro Chávez frente al ascensor de la oficina con la sofocación agolpándosele en las orejas y unas enormes ganas de ir al baño y echarse a llorar, y luego en su sillón sintiendo que se le refrescaban las entrañas al enterarse de que el abogado Roberto Tantaleán andaba medio loco, como perro rabioso, porque el General lo ha bautizado con el apodo de Pan Crudo Segundo. Y Pedro Chávez diciéndose: bien hecho, carajo, que se joda. Y después, ya más seguro de sí, caminando por los pasillos a saludar a las gentes de las otras oficinas.

 

2

 

El árbol de la buena suerte

Arístides juraba por lo más sagrado y la memoria de su madre que jamás llegó a encontrar una sola gitana en los tantos burdeles que recorrió por el mundo, porque las gitanas podrán ser pobres pero putas nunca. Viejo hombre de mar: motorista, ballenero, contrabandista, peleador de pelo en pecho, transportista, estibador, llevaba en cada uno de sus muchos tatuajes la historia de su vida. Concluía sus conversaciones mostrando al muchacherío que lo rodeaba la cara bellísima de una mujer tatuada en el centro de su vientre. Tenía una gracia inigualable para mover el ombligo y hacer que aquel rostro incomparable encarrujara los labios para lanzar besos a todo el mundo. Nada lo entristecía. La tristeza se había hecho para los tontos, y él no podía darse semejante lujo. De lo contrario, haría ya mucho tiempo que me hubiesen comido los tiburones. Fumador. Reilón. Borracho. Respetuoso. Saludaba a las mujeres sacándose la gorrita verde que jamás abandonaba e inclinaba ceremoniosamente la cabeza. Si todas las mujeres aprendieran de las gitanas, el mundo sería quizá más ladrón pero mucho más honrado. Nunca pudo precisar con claridad de dónde venía: porque si a cualquiera se le antoja decirme que un pájaro vuela de la rama de donde estaba, no es sino pura mentira, que nadie puede negarme que antes estuvo en otra rama y antes todavía en otra y en otra. Y él venía de tantos lugares. Y soltaba una carcajada cuando, al fin de cuentas,  no sabría decirles si me estoy yendo o estoy viniendo. De lo que sí estaba seguro es de no quejarse de la vida y de ser feliz. Si alguna vez decidiera quedarse en alguna parte, sería en una carpa de gitanos, porque los gitanos no se quedan en ninguna parte y ellos son los únicos que saben vivir como Dios manda. Al despuntar los primeros asomos del invierno, se fue. Se convirtió en un recuerdo que tardó en extinguirse entre los muchachos de la calle. Cuando estuvo casi olvidado, Arístides reapareció, pañuelo celeste anudado al cuello y una muñequera de cuero en cada brazo. Estuvo solo unos días y volvió a irse, esta vez para siempre. Dejó la historia de su amor con una gitana y su nombre labrado en el tronco del árbol junto al cual los muchachos acostumbraban a reunirse, y después empezaron a escribir sus nombres alrededor del de Arístides. Con los años, ese fue el árbol de la buena suerte. Poner el nombre de uno en él traía felicidad. No hubo enamorado que no lo hiciera. La fe se extendió a gente de todas las edades y alguien plantó en el árbol una cruz, y luego el lugar se convirtió en un santuario. Lo rodearon con una cerca de puntas de hierro e hileras de candelabros de lata. El pueblo fue creciendo. La cruz se llenó de corazones de plata, y el árbol de nombres grabados y hollín de velas.

 

3

Los muñecos de don Sebastián

Don Sebastián dejó la adobería y se dedicó de lleno a los muñecos de papel amasado con agua de yeso. Porque yo siempre quise ser artista y así me parece que lo estoy logrando. Y tuvo mucho éxito en las competencias y las ferias de artesanía, y pronto resultaron llegando muchos forasteros al pueblo para comprarle un muñeco suyo. Pero la mala suerte no se hizo esperar, y pienso que tal vez hubiese sido mejor quedarme representando a personas de mi pensamiento en lugar de a gente de carne y hueso: y primero fue la coja Manuela, que se murió al poco tiempo de cólico miserere, y después la pobre doña Emilia, que se quebró varios huesos cayéndose en un pozo, y luego los hermanos Chanduví, el mayor y el último, a quienes los mató la bubónica. Y me culparon no solo de esas sino también de otras desgracias.  Y casi todo el pueblo fue hasta su puerta para gritarle: si dices que son puras casualidades y tus muñecos no son de mal agüero, por qué no la representas a tu mujer y por qué no te representas a ti mismo. Y don Sebastián no se amedrentó y salió a responderles: ya están grandazos para creer en zonceras, y mañana mismo les mostraré mi figura y la figura de mi mujer en cuerpo entero. Y ellos se fueron: mañana volvemos. Y don Sebastián amasó una buena cantidad de papel con agua de yeso y la puso sobre su mesa de trabajo para moldearla e hizo dos montones y le dijo a su mujer: uno para que sea yo y el otro para que seas tú. Y cuando ya estaban hechos los cuerpos y les iba a moldear las caras, se quedó pensando largo rato y movió la cabeza de uno a otro lado varias veces y aplastó de un solo golpe los cuerpos contra la mesa porque, ¿y si la cojudez resulta ser cierta? Y le dijo a su mujer: mejor envolvemos nuestras cosas. Y, aprovechando la noche, se fueron del pueblo para no volver.

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Cita bibliográfica sugerida para este documento:

Díaz Herrera, Jorge: «Tres cuentos breves» , en Ciberayllu [en línea]

745 / Actualizado: 12.02.2008