Allí, en el segundo cajón del viejo escritorio de mimbre que heredaste de tu abuelo, sigues guardando con llave los cuadernos que, en su mayoría, hurtaste durante tus años universitarios. Todos son de chicas, por supuesto: las que aprendiste a desear con cada átomo de tus entrañas, ésas que por azar, inseguridad o desidia te fueron siempre esquivas e inalcanzables.
El cuaderno de Filosofía de Andrea Bermejo, con esa letra redonda e infantil que deja un par de líneas en blanco entre cada renglón de conceptos aristotélicos, es uno de los más preciados; aunque, también, los desordenados y casi ilegibles apuntes de Cálculo de Johanna Zenteno te resultan un rotundo logro, sólo comparable con el premioso bloc de prácticas de Investigación Operativa de Marcela Ojeda, que está plagado de anotaciones con abigarradas tintas casi fosforescentes que te hacen recordar a esos colores que se utilizan en los carteles callejeros para publicitar fiestas chicha y conciertos de música vernácula.
Hace un buen tiempo que no las ves: pasaste por la universidad, pero la universidad no pasó por ti. Será por eso que eres un ingeniero industrial desempleado que pierde las mañanas buscando trabajo en los avisos clasificados de los diarios de la ciudad. Raras veces asistes al hipódromo y apuestas mentalmente porque tus bolsillos lucen semivacíos, almuerzas en una pensión cochambrosa, y ––así te quedes sin cenar esa noche–– compras la lotería, con devoción, todos los viernes en la farmacia que está al lado de tu galpón que más parece el rincón de un indigente.
Cuando ya no tienes ganas de hacer nada, incurres en el ejercicio estéril de imaginar a cualquiera de ellas. Andrea, por ejemplo, con esos grandes y vivaces ojos pardos, sus pómulos marcados con delicadeza y esa nariz respingadita y minuciosa. Era una muchacha inquieta, desenvuelta y directa. Tú, en cambio, a pesar de tus desbocados esfuerzos por complacerla en todo, siempre te consideraste una compañía de clase ausente, casi innecesaria como toda tu vida: habías llegado a los treinta años, flaco y desgarbado, con esos repulsivos anteojos de montura gruesa que, aparte de envejecerte un manojo de años, te daban un aire de ser el alegre esclavo de un desmesurado descuido personal. Cualquiera diría que no esperas nada de la vida, ¿verdad, Guillermo?
––Eras bella, ¿seguirás igual de seductora? ––le dices a una de las hojas del cuaderno de Filosofía acariciándola con paciencia como si se tratase de una mejilla femenina––. Andrea: siempre me tuviste a tu lado, guardando para los dos los primeros asientos del aula, asistiéndote, absolviendo tus preguntas, pasándote a escondidas las respuestas de los exámenes y llevándote, al final de clases, hasta la estación de autobús. Fiel como un perro que te cuidaba y no dejaba que los demás te cortejaran…, ¡bah!, como el perro del hortelano.
––Memo, ¿te puedo contar una cosa? ––te preguntó el último año de universidad, escrutándote con una expresión rara que por un momento te hizo recordar a Marcela y la esclarecedora charla que entablaron aquella vez…
––Lo que tú quieras, Andreíta.
––Mira, no tengo con quién ir al Cusco a visitar a mi abuela y, no sé, tal vez me puedas acompañar porque tú me…
––Te gusto ––la interrumpiste súbitamente y, al instante, te arrepentiste de tu atrevimiento.
––¡Qué cosas dices, Memito! ––exclamó en un acceso de sorpresa que coloreó su rostro con un rosado vigoroso––. Yo te quiero harto, muchísimo, pero te quiero como amigo, ¿me entiendes?
––Sí, sí ––farfullaste decepcionado y cuando llegaste a casa, abriste con violencia el cajón y garabateaste la mitad de su cuaderno de Filosofía.
No volviste a tocarle el tema. Decidiste sentarte al final del salón para no verla ni tener la necesidad de saludarla. Ella lo comprendió todo y se empezó a juntar con Henry, el chico al que siempre alejabas de ella con mentiras exageradas. Al poco tiempo, alguien te comentó que los fines de semana salían juntos e inclusive los habían visto besándose en la plaza San Francisco. No hiciste caso. Le habías echado tierrita a esa posibilidad y, cuando te dicen no, tú nunca acostumbras mirar para atrás, Guillermo. Además tenías algo de ella que nunca se lo devolverías y con esa tontería te bastaba para pasar por alto su flamante noviazgo.
El año anterior a ese suceso, Marcela Ojeda coincidió contigo en el bar de Juanito. Entró sola ––raro en ella, intuiste que se había peleado con el gorila antipático que era su enamorado––. Pidió una cerveza personal y la paladeó sin ganas, despacio, mientras contemplaba el local. Aferraba la botella con la mano izquierda, concentrada en sus pensamientos y luego, como instigada por una fuerza superior, te empezó a observar. Por un momento pensaste que era un error: ella nunca te prestaba atención, pero era evidente que te estaba mirando. Te hiciste el que no lo había advertido para, ahora tú, estudiarla con suma cautela.
Cuando ella te descubrió observándola, no se inmutó, y te miró con mayor celo. Llegó a dibujar una sonrisa desinhibida. Tú desviaste la mirada, tratando de disimular tu inseguridad y miraste al vaso que sostenías con rigidez, percatándote con cierta vergüenza de que hacía rato que permanecía vacío y en la misma posición. Lo habías entibiado con tu calor corporal.
En el instante en que te aprestabas a pedir otra cerveza, ella se te acercó presurosa y te detuvo:
––Guillermo, ¿verdad? ––recordó con fingido esfuerzo––. Estuvimos en el mismo grupo de prácticas de Cálculo.
––No, no ––murmuraste y de un momento a otro tomaste un repentino valor––: De Investigación Operativa. Disculpa que te haya estado mirando de esa manera, pero tus labios me llaman mucho la atención.
––A mí, en cambio ––continuó ella––, me gusta esa apariencia extraña que proyectas: no hablas con nadie, bebes en silencio. Pareces un autista, alguien que se ha peleado con el mundo.
––Lo siento ––lamentaste encogiendo los hombros––. Sé que no logro colmar tus expectativas.
Ella se quedó pensativa. Tenía los labios tan rojos y gruesos que te hacían compararla en secreto con Angelina Jolie. Te escudriñó con calma, a tal extremo que te incomodaste. Hasta que golpeó la mesa dos veces y dijo:
––¡Ahora sí me acuerdo de ti! Tú eres el tipo que acosaba a Johanna, ¡claro que eres tú! Yo tengo muy buena memoria. Eso fue en primer año, ¿verdad?
––No sé de lo que me hablas ––le aclaraste, impaciente, y con ganas de irte del bar––. No conozco a ninguna Johanna.
––¡Ay, no te hagas! Tú eres el loquito que le escondía los cuadernos y se quedaba con sus trabajos. Johanna me lo contó todo.
Te pusiste de pie y decidiste irte.
––¡No te vayas! ––te detuvo con las manos––. Cálmate, no te quiero hacer roche. Sólo quería darte una cosa que es tuya…, algo que yo tengo desde hace un buen tiempo.
––¿Qué cosa?
––¿Acaso me vas a negar que esto es tuyo? ––preguntó sacando de su mochila un cuaderno de gastadas tapas azules: era uno de esos cuadriculados de cien hojas como los que habías dejado de usar hacía mucho tiempo.
Te lo entregó y al abrirlo sentiste un ataque de pánico: no podías creerlo, era como si un borroso día hendido en tu pasado ––con tragos, drogas y mujeres concupiscentes–– te asaltara de la nada, abruptamente.
Durante el primer semestre de la universidad tú habías llenado el cuaderno que ahora sostenías anotando tus obsesiones más oscuras con respecto a las chicas que te atraían tanto que disparaban el gatillo de tus más bajos e inconfesables instintos. Se trataba, pues, de ese cuaderno en donde, aparte de planear y narrar al detalle tus hurtos, creabas historias eróticas, imaginándolas desnudas y excitadas, imbuidas en faenas sadomasoquistas, teniendo sexo zoofílico con tu perro Batuque y masturbándote hasta hacerte perder el sentido. No sólo estaban Andrea, Johanna y Marcela, sino muchas más a quienes nunca llegarías a robarles algún cuaderno y menos un simple saludo. ¿De dónde lo había conseguido? Estabas convencido de que habías perdido ese cuaderno la vez que, producto de la ebriedad y el exceso, dejaste tu mochila en el prostíbulo al que te llevó Coco Ugarte cuando se enteró en la facultad que se había ganado una beca para culminar sus estudios en Francia: El Amanecer.
«Alguna puta lo leerá y pensará que soy un depravado», pensaste algo aliviado, «a ella no le servirá. Es más: nunca la volveré a ver, ni la recuerdo, jamás volveré a poner un pie en ese antro».
––No entiendo nada, Marcela ––le dijiste aguijoneado por la más descomunal sorpresa––. ¿Cómo lo conseguiste? ¿En dónde lo encontraste?
––¿Estás seguro de que no lo recuerdas?
Marcela sonrió con un placer tan siniestro como contagiante. Sus ojos se encendieron como un par de antorchas. Se le veía feliz, coqueta, disfrutando cada tramo de tu inconmensurable perplejidad. Luego, con una voz dura e incontestable, sentenció:
––La flaca con la que te acostaste esa noche fui yo.
Al contemplar absorto el indescifrable tatuaje que se insinuaba de entre sus pechos recordaste vagamente tu faena prostibularia, ¿acaso era posible?
––¿Cómo crees que me pago mis estudios, Guillermo? ––te preguntó como para de una buena vez despejar todas tus dudas––. Yo no soy de acá, ni tengo familia…, cada quien lucha a su manera. Y me atrevo a contarte todo esto porque creo que me voy a retirar, el dinero ya no me alcanza…
––Tú ––alcanzaste a murmurar entre dientes.
––Sí, yo ––asintió con una impudicia que la hizo más puta que cualquiera––: el mundo es un pañuelo, ¿no te parece? Ahora, entre nosotros, ya no habrán más secretos.
Te pusiste de pie y saliste del bar rezando para que no te persiguiera porque te sentías incapaz de articular palabra alguna. Dejaste el cuaderno sobre la mesa; hasta el día de hoy no sabes por qué no te lo llevaste. No volviste a verla ––seguramente porque era cierto eso de que planeaba abandonar la carrera––, tampoco supiste si ella le comentó a alguien todo lo sucedido. A veces te despiertas a medianoche, en un estado de febril excitación, tomas valor y te diriges entusiasmado a la avenida Jesús y, con un relente de bochorno, le dices al taxista que, por favor, se detenga en la fachada de El Amanecer. Cuando quieres bajar del vehículo, vacilas, acomodas tus gruesas monturas y pierdes la vista en esos faros rojos que alumbran las gradas de la entrada. Te arrepientes. Tal vez sea porque no tienes plata para cubrir los honorarios de una servidora del cuerpo ––ya no está Coco Ugarte para pagarte el pase––, aunque lo más probable es que, en realidad, temas encontrarte con Marcela y certificar, una vez más, la veracidad de su versión: cumpliste uno de tus sueños dorados, pero estuviste tan ebrio que tu memoria te dice tercamente que tú nunca estuviste ahí. ¡Tuviste sexo con Marcela y no eres capaz de recordarlo!
No te preocupes, Guillermo: yo sé que quieres entrar sólo para pedirle perdón, entregarle todos los cuadernos y, a través de ella, resarcirte de todos tus hurtos. Pero los sonidos que provienen del interior del bulín no sólo rompen el silencio de la noche: también hacen lo propio con tu escaso acopio de valor. La avenida Jesús, a través de tus gafas, parece ser la avenida del amor mentiroso y la memoria extraviada. Un cinturón de miedo te envuelve el cuello, apenas puedes abrir la boca:
––Mejor lléveme a mi casa ––ordenas apesadumbrado y, como si la noche levantara un telón proceloso, descubres que con la ayuda del espejo retrovisor el chofer de turno disfruta de tu desencanto que más se asemeja a la súplica de un niño confundido que no sabe lo que quiere hacer––: He olvidado mis cuadernos.
Arequipa, Enero de 2008.