A Silvia le hablaba de Malena. Es linda, muy linda, le decía. Casi a diario soñaba con ella. Sentado a su lado en el piso recién alquilado, peinando sus cabellos aún mojados, arreglando las uñas de sus manos y sus pies, colocando flores en un jarrón en la mesa de centro de la inmensa sala, tomando el té con los amigos que venían a visitarnos casi todas las tardes, contestando el teléfono para postergar citas o reuniones, yendo de paseo por el centro de la ciudad, luciendo un vestido nuevo y con el maquillaje resaltando sus facciones más bellas. Silvia escuchaba con cierto malestar el relato de mis sueños. Con rabia nada oculta cerraba el periódico que leía y se iba al dormitorio. Sentada frente al tocador se alisaba el cabello y se contemplaba desde uno y otro ángulo. Al volver, sosegada, mucho más tranquila, me preguntaba, una y mil veces, si aún la encontraba bella, que si aún era feliz con ella, que si aún ella sigue siendo mi princesa. Eso ni lo dudes, Silvina, te amo con locura mi princesita hispanoincaica, le contestaba. En silencio la admiraba, sentía cómo la amaba, claro, y me prometía amarla siempre, siempre. Entonces ella, suspirando profundamente, soñaba con ser Malena.
Nunca me gustó jugar a la gallinita ciega, pero desde que conocí a Malena me encierro en mi habitación, me vendo los ojos y gozo penetrando en esa mansión oscura, en ese vacío insondable. De esta manera es como intento acercarme a Malena. Me gustan sus labios, me alegra su sonrisa. Y sonreír es una de las pocas emociones que aprendió a mostrar sin reticencias. Aún no llega a cumplir los veinte años pero toda su vida la lleva atada a una silla de ruedas. Sus ojos azul-grisáceos no conocen los colores ni los diversos tonos blancos y negros. Su voz nació apagada. Para comunicarse con ella hay que tener mucha paciencia. El papel, la pluma, la escritura le son conceptos abstractos, no sirven de nada. Para «conversar» con Malena hay que recurrir al «lormen». Y el lormen es un método para poder dialogar con los sordo-mudo-ciegos que lo inventó Gerónimo Lormen hace más o menos cien años atrás. Para describir una letra hay que golpear levemente o tocar una determinada parte de la palma de la mano.
Malena vivía con su madre en una antigua casa de la calle Merced de Valladolid. A diario la visitaba y le decía que un día vendría con Silvia. Para que conozcas a mi novia, a mi princesa. Pero lo que más deseaba era salir a pasear con Malena. Mientras tanto hacía todo para ganarme la confianza de su madre. Debería caerle bien a ella. Señora, ¿cuando me deja llevar a Malena a pasear por el centro de la ciudad?, le pregunté una vez. Ella con el ceño fruncido, sin dejar de hacer sus labores, dijo: Un día de estos, jovencito, un día de estos... Hasta que una tarde, después de mucha insistencia y cuando menos lo esperaba, me permitió sacarla de casa. Entonces feliz, con Malena bien apoltronada en la silla de ruedas, salí a la calle. Me sentía orgulloso de andar a su lado. Me hubiera gustado ir al cine con Malena, pero mejor aprovechamos para tomar un refresco en el agradable Café-Bar Compás donde sirven unos combinados estupendos. Los ventanales de vidrio dejaban pasar la luz del día sin trabas y se extendía con toda su blancura sobre las mesas, lamía las paredes sacándoles lustre. La muchacha rubia, que nos atendió muy amablemente, llevaba los vaqueros bajo las caderas y mostraba un tanga blanco de tiritas anaranjadas. Alelado miraba el rostro curioso de Malena. Sus facciones neutras y sus manos parsimoniosas tamborileando los brazos de la silla de ruedas.
Y es así, me gusta observar a Malena sumergida en su mundo. Cuando deja de jugar con su cadena de perlas de madera, agita los brazos en el aire como si buscara a alguien o algo. Entonces le acaricio las manos y ella me sonríe, esa sonrisa dulce la ilumina. Cierro los ojos e imagino que estoy tirado de espaldas sobre las baldosas frías de la Plaza Mayor de Valladolid, con las manos sujetando pedazos de cielo a manera de pañuelos. Suaves chorros de luz de luna se deslizan bañando al ayuntamiento y a la estatua del conde de Ansúrez. Un silencio indescriptible me rodea y el viento me trae el bullicio de la gente. No los veo, sólo presiento sus andares. Todo lo que me rodea, hasta los sonidos, lo percibe mi olfato. Mi nariz, como un perro sabueso, aletea tras los aromas. Es mi única ventana a la vida. Esto me aúna a Malena que va y viene en su silla de ruedas. Ella nunca ha visto algo bonito ni ha expresado un deseo. Casi todo el tiempo lo pasa en su habitación ordenando y desordenando cosas, quitando algo aquí y poniendo algo allá, hasta que su madre viene y la llevan a comer, a realizar algunas labores y a pasear. Malena generalmente asiente a todo con un afirmativo movimiento de cabeza. No sé si le gusta cuanto hacemos con ella, dice su madre. Me mira desconsolada y prosigue, Sólo tratamos de entenderla, de comprenderla, nada más.
Y los pensamientos, los deseos de un sordo-ciego-mudo no son nada fáciles de captar, de concebir. Las múltiples fases de la vida diaria transcurren como si fueran filtradas, sin colores ni sonidos, en dependencia total de los que podemos ver y oír. Como un «No-World», un «No-Mundo», ha bautizado a su vida la escritora sorda-ciega Helen Keller. Un mundo casi imposible de entrar desde fuera y difícil de abandonar desde adentro. Así, el entorno de Malena alcanza apenas hasta donde llegan sus brazos estirados. Los olores, las sensaciones de frío y calor le vienen desde muy lejos, movimientos libres en el espacio o palabras de aliento son para ella inalcanzables. Malena existe como si no hubiera venido al mundo, por eso hay que ir con el mundo hacia ella. Llevarle el mundo, mi mundo. Los colores y la gracia de la vida, de mi vida. Cuando la veo mecerse horas y horas, adelante, atrás, adelante, atrás. Cuando parece gritar y desesperarse. Cuando se golpea la cabeza en el respaldar de la silla de ruedas. En todo eso me parece ver que el cuerpo de Malena se reduce a lo más interno de su «No Mundo». A lo mejor su mundo de oscuridad y silencio encuentra en todo eso un incentivo a sentirse, a no hundirse por completo. Por eso hoy le tomé las manos, las acaricié largo rato; le besé los labios, el rostro, mis manos se hundieron en toda su piel con el mensaje de mi mundo. El ardor de mis deseos se prendió a las ramas secas que se acumulaban en el fondo de sus entrañas. Sus manos enternecidas se encendieron con la luz de una lámpara que crecía segundo a segundo. Todos mis lugares, mi norte y mi sur, mi oriente y occidente, fueron para ella descubrimientos dotados de aventuras impredecibles. Hoy intenté entrar en el mundo de Malena. Hablarle al oído de su alma.
Mucho tiempo después, una mañana desperté sobresaltado. Rompí en llanto desconsolado. ¿Qué te pasa?, preguntó Silvia. Malena ha muerto, contesté saboreando mis lágrimas. Sentí todo el cuerpo derrumbarse, descomponerse, con los golpes de una pena inmensa. Apagué la radio y empecé a beber en silencio. Silvia también lloraba sin decir una palabra. Entonces me vestí de negro y salí hacia la casa de Malena llevando los pésames de Silvia. Esa noche no regresé a casa. Silvia no consiguió ubicarme pues había apagado mi móvil. Cuatro o cinco días después, cuando llegué a casa, Silvia atinó a espetarme con energía: Estás loco, loco de remate... No contesté, sólo la besé en los labios a la volada y me metí a la ducha. Desde ese día caminaba como sonámbulo sin decir una palabra.
Me he vendado los ojos y he taponado mis oídos. Dando tumbos he salido a caminar por la ciudad. Cruzo la Plaza Santa Cruz. Un coche me roza en la calle Librería. En Duque de Lerma la gente murmura algo, seguro dirán que estoy loco. Llego a la calle del Paraíso y percibo que alguien se me acerca con sus efluvios de perfume Lacoste. Es Gustavo Martín Garzo. Gustavo, el escritor, me enlaza un brazo con la sana intención de ayudarme. Pero a él le interesa más hablarme de El lenguaje de las fuentes. Me da la impresión de querer confundirme con la Marea oculta. Aunque, a decir verdad, creo que quiere alertarme de Los amores imprudentes. Al ver que no le hago caso, que no le escucho, se va corriendo calle abajo, con su pantalón de tirantes y a media pierna. De pronto aparezco en la esquina que forman las calles Rastro y Perú. Cabalgando en Rocinante viene a mi encuentro Miguel de Cervantes Saavedra. Me invita a pasear por la plaza España, pero sus intenciones eran llevarme a la Librería Amadís para comprar unos ejemplares de sus Novelas ejemplares. No sé cómo explicarle que no entiendo el lenguaje en tinta y papel. Soy sordo. Soy mudo. Soy ciego. Sólo tengo mis manos, mis pies y un «No Mundo». Le hago algunas señales en la palma de su mano, pero él la retira violentamente. Quiero seguir mi camino, pero al salir de la librería me choco con Miguel Delibes. Oiga, jovencito, me dice, ¿no sabe usted que La sombra del ciprés es alargada? Y qué ganas de poderle contestar que yo soy El hereje, pero decido mejor, impotente de decir algo, largarme con La escopeta al hombro.
Ahora es Malena quien camina conmigo, colgada de mi brazo. Malena sonríe. Está contenta. Cansados de deambular nos detenemos en la Plaza Mayor de Valladolid. Le doy un beso a Malena. Saco los tapones de mis oídos y el vendaje de mis ojos. De pronto me doy cuenta que no escucho nada y estoy mudo. Grito. Lloro. Pero en realidad sólo son grotescos movimientos de mi boca, como a César Vallejo sólo me sale espuma. Me caigo. Me arrastro entre penitentes descalzos, manolas vestidas de luto, entre las imágenes de la Virgen de las Angustias, La Virgen de los Cuchillos y la Dolorosa de Salzillo. Ahora se desvanece todo otra vez. No hay nada. Sólo el viento frío me golpea con la fiereza de cuchillos cortantes. Poco a poco se va oscureciendo, todo empieza a cubrirse de una niebla densa. Silencio de cementerio y oscuridad. Quisiera tener a Malena junto a mí. Estiro los brazos con el afán de hallarla, de apoyarme en ella, pero no está. Tampoco reconozco donde estoy. No sé por dónde ir, qué rumbo tomar. Cómo llegar ahora a casa. Dónde encontrar ahora el bullicio del río Pisuerga. Cómo saber ahora el color de las noches. Cómo aullarle a la luna. Cómo, cómo, si ahora me hundo irremediablemente en un mundo desconocido y silencioso, un lugar con los colores asesinados, sombrío paisaje que a veces sólo me permite escuchar algunos arrebatos de música lejana...
Día y noche, sentado en el sofá, como un obseso, mis oídos casi marchitos se dedican a auscultar la calle a través de la ventana sólo con la esperanza de sentir la cercanía de Malena, el calor de sus manos en mis manos.
Entonces Silvia empezó a buscar a Malena. Primero fue a la calle Merced y no encontró nada. Preguntó por ella en el vecindario y nadie le dio razón. En los registros de nacimientos no existía Malena Zapatero, ni tampoco en el de defunciones. Menos en la guía telefónica aparecía ese nombre. En ningún hospital ni en la morgue le fue posible encontrar el menor indicio de la existencia o muerte de Malena. En los diversos centros de ciegos y discapacitados tampoco pudo encontrar huella alguna. Al cabo de varios días, cansada de tanta búsqueda, una tarde muy de noche Silvia volvió a la casa, muy molesta conmigo. Se encerró en el dormitorio y la escuché llorar, en otros momentos parecía reír como una loca. Mientras veía la televisión me quedé dormido en el sofá. Al día siguiente, Silvia me despertó violentamente, me miró a los ojos como si quisiera clavetearme a cuchillazos, y me dijo: Maldito, ya te fregaste, maldito. Hizo una pausa y agregó: Has matado a Malena y no tendrás perdón, mil veces maldito.
Desde entonces Silvia se me acerca y me dice al oído con calculado sarcasmo: Soy Malena. Yo hago como que no la escucho y sigo impenetrable, sin pestañear, mi tarea de escuchar, con el otro oído, el más leve aviso de la presencia de Malena en la calle. Pero Silvia insistía en llamarse Malena y eso me molestaba. Todos los días con la misma cantaleta. Soy Malena. Soy Malena. Me llevaba el demonio que ella tratase de usurpar el lugar de Malena. Hastiado de esa situación, cansado de tanta jodedera con eso que ella es Malena, una noche la empujé por la ventana.
En pocos minutos vinieron los encargados de mantener el orden público. Entre varios policías me sacaron del sofá y me llevaron en vilo hasta uno de los autos que habían estacionado frente a la puerta del edificio. Me encerraron en una celda a donde Silvia empezó a venir todas las noches. Llegaba en silencio, abría la puerta de la celda y se introducía desnuda en mi cama. Soy Malena, me decía, y eso me despertaba furioso. Así malhumorado me llevaban ante el juez para prestar mis declaraciones. Asesinato. Alevosía. Premeditación. Sangre fría. De todo me acusaban. Yo no me defendía. Con la mirada fija en un punto cualquiera seguía la verborrea de jueces, abogados y testigos. Después de muchas sesiones, no sabría decir la cantidad, decidieron internarme en el Hospital Psiquiátrico Dr. Villacín del Barrio Parquesol.
Hasta aquí ha llegado Silvia. Unas veces vestida de negro, otras de blanco impecable y otras de rojo fuego. Tacones altos que traquetean en el piso. Un sombrerito muy mono y unos guantes coquetos. Entonces la invito a sentarse y le digo que la quiero mucho. Todo he consentido, Silvia, pero no podía permitirte el lujo de suplantar a Malena. Eso, Silvina, ya era demasiado. Malena fue mi creación perfecta, única. Ni Dios ha sido capaz de crear un animal tan maravilloso, tan excelente. Silvia calla, repasa la pulcra habitación con la mirada, luego se levanta y se va. Me quedo escuchando su taconeo cada vez más lejano, cierro los ojos y me vuelvo a dormir.
La última vez que vino Malena, impulsando su silla de ruedas a toda carrera por los pasillos del hospital, fue para decirme que Silvia nunca más volverá. Con un mohín gracioso se lanzó contra las ventanas de mi habitación y se fue volando, cantando alegre y feliz, como un jilguero que escapa de su jaula, de su prisión.
Ahora estoy solo y trato de comer una cucaracha que merodea por el alféizar de la ventana.